miércoles, 2 de marzo de 2011

Divina Comedia / Infierno / Canto XXV

Cadmo y Harmonía

    Desconoce el Agenórida que su nacida y su pequeño nieto


de la superficie son dioses; por el luto y la sucesión de sus males


vencido, y por los ostentos que numerosos había visto, sale,  565

su fundador, de la ciudad suya, como si la fortuna de esos lugares,


no la suya lo empujara, y por su largo vagar llevado,


alcanza las ilíricas fronteras con su prófuga esposa.


Y ya de males y de años cargados, mientras los primeros hados


coligen de su casa, y repasan en su conversación sus sufrimientos:  570

«¿Y si sagrada aquella serpiente atravesada por mi cúspide»,


Cadmo dice, «fuera, entonces, cuando de Sidón saliendo


sus vipéreos dientes esparcí por la tierra, novedosas simientes?


A la cual, si el celo de los dioses con tan certera ira vindica,


yo mismo, lo suplico, como serpiente sobre mi largo vientre me extienda»,  575

dijo, y como serpiente sobre su largo vientre se tiende


y a su endurecida piel que escamas le crecen siente


y que su negro cuerpo se variega con azules gotas


y sobre su pecho cae de bruces, y reunidas en una sola,


poco a poco se atenúan en una redondeada punta sus piernas.  580

Los brazos ya le restan: los que le restan, los brazos tiende


y con lágrimas por su todavía humana cara manando:


«Acércate, oh, esposa, acércate, tristísima», dijo,


«y mientras algo queda de mí, me toca, y mi mano


coge, mientras mano es, mientras no todo lo ocupa la serpiente».  585

Él sin duda quiere más decir, pero su lengua de repente


en partes se hendió dos, y no las palabras al que habla


abastan, y cuantas veces se dispone a decir lamentos


silba: esa voz a él su naturaleza le ha dejado.


Sus desnudos pechos con la mano hiriendo exclama la esposa:  590

«Cadmo, espera, desdichado, y despójate de estos prodigios.


Cadmo, ¿Qué esto, dónde tu pie, dónde están tus brazos y manos


y tu color y tu faz y, mientras hablo, todo? ¿Por qué no


a mí también, celestes, en la misma sierpe me tornáis?».


Había dicho, él de su esposa lamía la cara,  595

y a sus senos queridos, como si los reconociera, iba,


y le daba abrazos y su acostumbrado cuello buscaba.


Todo el que está presente -estaban presentes los cortesanos- se aterra; mas ella


los lúbricos cuellos acaricia del crestado reptil


y súbitamente dos son y, junta su espiral, serpean,  600

hasta que de un vecino bosque a las guaridas llegaron.


Ahora también, ni huyen del hombre ni de herida le hieren,


y qué antes habían sido recuerdan, plácidos, los reptiles.


Aretusa

    Demanda la nutricia Ceres, tranquila por su nacida recuperada,


cuál la causa de tu huida, por qué seas, Aretusa, un sagrado manantial.


Callaron las ondas, de cuyo alto manantial la diosa levantó


su cabeza y sus verdes cabellos con la mano secando  575

del caudal Eleo narró los viejos amores.


«Parte yo de las ninfas que hay en la Acaide», dijo,


«una fui: y no que yo con más celo otra los sotos


repasaba ni ponía con más celo otra las mallas.


Pero aunque de mi hermosura nunca yo fama busqué,  580

aunque fuerte era, de hermosa nombre tenía,


y no mi faz a mí, demasiado alabada, me agradaba,


y de la que otras gozar suelen, yo, rústica, de la dote


de mi cuerpo me sonrojaba y un delito el gustar consideraba.


Cansada regresaba, recuerdo, de la estinfálide espesura.  585

Hacía calor y la fatiga duplicaba el gran calor.


Encuentro sin un remolino unas aguas, sin un murmullo pasando,


perspicuas hasta su suelo, a través de las que computable, a lo hondo,


cada guijarro era: cuales tú apenas que pasaban creerías.


Canos sauces daban, y nutrido el álamo por su onda,  590

espontáneamente nacidas sombras a sus riberas inclinadas.


Me acerqué y primero del pie las plantas mojé,


hasta la corva luego, y no con ello contenta, me desciño


y mis suaves vestiduras impongo a un sauce curvo


y desnuda me sumerjo en las aguas. Las cuales, mientras las hiero y traigo,  595

de mil modos deslizándome y mis extendidos brazos lanzo,


no sé qué murmullo sentí en mitad del abismo


y aterrada me puse de pie en la más cercana margen del manantial.


«¿A dónde te apresuras, Aretusa?», el Alfeo desde sus ondas,


«¿A dónde te apresuras?», de nuevo con su ronca boca me había dicho.  600

Tal como estaba huyo sin mis vestidos: la otra ribera


los vestidos míos tenía. Tanto más me acosa y arde,


y porque desnuda estaba le parecí más dispuesta para él.


Así yo corría, así a mí el fiero aquel me apremiaba


como huir al azor, su pluma temblorosa, las palomas,  605

como suele el azor urgir a las trémulas palomas.


Hasta cerca de Orcómeno y de Psófide y del Cilene


y los menalios senos y el helado Erimanto y la Élide


correr aguanté, y no que yo más veloz él.


Pero tolerar más tiempo las carreras yo, en fuerzas desigual,  610

no podía; capaz de soportar era él un largo esfuerzo.


Aun así, también por llanos, por montes cubiertos de árbol,


por rocas incluso y peñas, y por donde camino alguno había, corrí.


El sol estaba a la espalda. Vi preceder, larga,


ante mis pies su sombra si no es que mi temor aquello veía,  615

pero con seguridad el sonido de sus pies me aterraba y el ingente


anhélito de su boca soplaba mis cintas del pelo.


Fatigada por el esfuerzo de la huida: «Ayúdame: préndese», digo,


«a la armera, Diana, tuya, a la que muchas veces diste


a llevar tus arcos y metidas en tu aljaba las flechas».  620

Conmovida la diosa fue, y de entre las espesas nubes cogiendo una,


de mí encima la echó: lustra a la que por tal calina estaba cubierta


el caudal y en su ignorancia alrededor de la hueca nube busca,


dos veces el lugar en donde la diosa me había tapado sin él saberlo rodea


y dos veces: «Io Aretusa, io Aretusa», me llamó.  625

¿Cuánto ánimo entonces el mío, triste de mí, fue? ¿No el que una cordera puede tener


que a los lobos oye alrededor de los establos altos bramando,


o el de la liebre que en la zarza escondida las hostiles bocas


divisa de los perros y no se atreve a dar a su cuerpo ningún movimiento?


No, aun así, se marchó, y puesto que huellas no divisa  630

más lejos ningunas de pie, vigila la nube y su lugar.


Se apodera de los asediados miembros míos un sudor frío


y azules caen gotas de todo mi cuerpo,


y por donde quiera que el pie movía mana un lago, y de mis cabellos


rocío cae y más rápido que ahora los hechos a ti recuento  635

en licores me muto. Pero entonces reconoce sus amadas


aguas el caudal, y depuesto el rostro que había tomado de hombre


se torna en sus propias ondas para unirse a mí.


La Delia quebró la tierra, y en ciegas cavernas yo sumergida,


soy transportada a Ortigia, la cual a mí, por el cognomen de la divina  640

mía grata, hacia las superiores auras la primera me sacó».



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