sábado, 26 de febrero de 2011

Odisea Canto XI: Descenso a los infiernos. Homero.


Traducción de Luis Segalá y Estalella (1927)

1 En llegando a la nave y al divino mar, echamos al agua la negra embarcación, izamos el mástil y descogimos el velamen; cargamos luego las reses, y por fin nos embarcamos nosotros, muy tristes y vertiendo copiosas lágrimas. Por detrás de la nave de azulada proa soplaba favorable viento, que henchía las velas; buen compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados cada uno de los aparejos en su sitio, nos sentamos en la nave. A esta conducíala el viento y el piloto, y durante el día fue andando a velas desplegadas, hasta que se puso el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos.

13 Entonces arribamos a los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad de los Cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales. A este paraje fue nuestro bajel que sacamos a la playa; y nosotros, asiendo las ovejas, anduvimos a lo largo de la corriente del Océano hasta llegar al sitio indicado por Circe.


miércoles, 23 de febrero de 2011

Libro VI de la Eneida. Caronte.


En el centro despliega sus añosas ramas un inmenso olmo,
y es fama que allí los vanos Sueños, adheridos a cada una de sus hojas.
Moran además en aquellas puertas otras muchas monstruosas fieras, los Centauros, las biformes Scilas y Briareo el de los cien brazos, y la Hidra de Lerna con su espantoso silbido, y la flamígera Quimera, las Gorgonas, las Arpías y aquella alma que animó tres cuerpos. Herido en esto de súbito terror, requiere Eneas la espada y presenta su punta a todo lo que se le acerca; y si su compañera, conocedora de aquellos sitios, no le advirtiese que aquellas formas que veía revolotear en contorno eran vanos fantasmas, embistiera con ellas, esgrimiendo inútilmente su espada en el vacío.
De allí arranca el camino que conduce a las olas del tartáreo Aqueronte, vasto y cenagoso abismo, que perpetuamente hierve y vomita todas sus arenas en el Cocito.
Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en su vejez, cual corresponde a un dios.
Toda la turba de las sombras, por allí difundida, se precipitaba a las orillas: madres, esposos, héroes magnánimos, mancebos, doncellas, niños colocados en la hoguera a la vista de sus padres, sombras tan numerosas como las hojas que caen en las selvas a los primeros fríos del otoño, o como las bandadas de aves que, cruzando el profundo mar, se dirigen a la tierra cuando el invierno las impele en busca de más calurosas regiones.
Apiñados en la orilla, todos piden pasar los primeros y tienden con afán las manos a la opuesta margen; pero el adusto barquero toma indistintamente, ya a unos, ya a otros, y rechaza a los demás, alejándolos de la playa.



Libro VI de la Eneida. Eneas entra en el infierno.


Hecho esto, se apresura a ejecutar los preceptos de la Sibila. Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques, sobre la cual no podía ave alguna tender impunemente el vuelo: tan fétidos eran los vapores que de su horrible centro se exhalaban, infestando los aires, de donde los Griegos dieron a aquel sitio el nombre de Averno.
Allí llevó Eneas, lo primero, cuatro novillos negros, sobre cuyo testuz derramó la sacerdotisa el vino de las libaciones, y cortándoles las cerdas entre las astas, las arrojó al fuego sagrado, como primeras ofrendas, invocando a voces a Hécate, poderosa en el cielo y en el Erebo.
Otros degüellan las víctimas y recogen en copas la tibia sangre; el mismo Eneas con su espada inmola en honor de la madre de las Euménides y en el de su grande hermana una cordera de negro vellón, y a ti, ¡Oh Proserpina! una vaca estéril.
Enseguida erige los altares para los sacrificios nocturnos que han de hacerse al rey del Estigio y pone en las llamas las entrañas enteras de los novillos, derramando abundante aceite sobre ellas, cuando he aquí que, al despuntar el alba, empezó a mugir la tierra bajo los pies, retemblaron las selvas, y grandes aullidos de perros en las sombras anunciaron la llegada de la diosa. "¡Lejos, lejos de aquí, profanos! exclama la profetisa; salid de este bosque, y tú, Eneas, echa a andar y desenvaina la espada.
Esta es la ocasión de mostrar entereza y valor."
Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva, y Eneas la sigue con intrépidos pasos.
¡Oh dioses, que ejercéis el imperio de las almas, calladas sombras, Caos y Flegetón! ¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio! séame lícito narrar las cosas que he oído. ¡Consiéntame vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y de las tinieblas!
Solos iban en la nocturna obscuridad, cruzando los desiertos y mustios reinos de Dite, cual caminantes en espesa selva a la incierta claridad de la luna, cuando Júpiter cubre de sombra el firmamento y la negra noche roba sus colores a todas las cosas.
En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma. Vense en el fondo del zaguán la mortífera Guerra, los férreos Tálamos de las Euménides y la insensata Discordia, ceñida de sangrientas ínfulas la serpentina cabellera.

Libro VI de la Eneida. Funerales por Miseno.


Entristecido el semblante y con los ojos bajos, sale de la cueva Eneas, revolviendo en su mente aquellos obscuros sucesos, acompañado del fiel Acates, que le sigue, agitado por las mismas ideas; departiendo ambos sobre varios asuntos y discurriendo sobre quién podría ser el compañero cuya muerte les había anunciado la Sibila, y a cuyo cuerpo había mandado dar sepultura.
Llegado que hubieron a la seca playa, vieron arrebatado por indigna muerte a Miseno, hijo de Eolo, a quien nadie aventajaba en el arte de inflamar a los guerreros con los marciales acentos del clarín.
Miseno había sido el compañero del grande Héctor, a su lado recorría los campos de batalla, manejando con igual destreza la trompeta y la lanza,
y cuando Aquiles, vencedor, despojó de la vida a Héctor, el noble héroe tomó por compañero a Eneas, no inferior al primero; pero como estuviese en una ocasión atronando la mar con los ecos de su bocina, y osase ¡insensato! desafiar a los dioses, Tritón, envidioso (si tal puede creerse), le cogió de improviso y le sumergió entre las peñas en las espumosas ondas.
Todos los Troyanos, reunidos alrededor del cadáver, prorrumpían en grandes clamores, y más que todos, el piadoso Eneas. Al punto, sin perder momento ni interrumpir sus llantos, se apresuran a cumplir el mandato de la Sibila y a formar con árboles el altar del sepulcro, que levantan hasta el firmamento.
 Encamínanse a una antigua selva, profundo asilo de las alimañas; caen los pinos, resuenan la encina y el fresno, heridos de las hachas, y el hendible roble se raja a impulso de las cuñas; de los montes caen rodando los grandes olmos. También Eneas toma parte activa en aquellas faenas, al mismo tiempo que exhorta a sus compañeros, y contemplando la inmensa pira, agitado de tristes pensamientos, exclama: 
"¡Oh! si ahora, en este espacioso monte, se me apareciese en su árbol aquel áureo ramo, ya que todo lo que me anunció la Sibila ha sido cierto, ¡Ay! demasiado cierto para ti, ¡Oh Miseno! No bien hubo acabado" de hablar, cuando bajaron por los aires dos palomas volando delante de sus mismos ojos y se posaron sobre la yerba; reconoció en ellas el héroe las aves de su madre, y de esta suerte las implora, lleno de júbilo:
"Servidme de guías, ¡Oh palomas! y si hay camino, dirigid vuestro vuelo a la densa enramada donde el vistoso ramo da sombra a la fecunda tierra. Y tú, ¡Oh madre diosa! no me faltes en este dudoso trance." Paróse, dicho esto, observando qué señales le dan y adónde dirigen el vuelo, mientras ellas, picoteando la yerba, se alejan por el espacio cuanto la vista más perspicaz puede alcanzar a seguirlas.
Luego que llegaron a las bocas del fétido Averno, alzaron rápidamente el vuelo, y deslizándose por el líquido éter, van a posarse sobre la copa de un árbol, en el deseado sitio donde el resplandor del oro se destaca por su distinto matiz entre las ramas.
Cual suele en la selva, durante los fríos invernales, brotar el muérdago con nueva verdura alrededor de los árboles a que crece apegado, pero que no le producen, y circundar los redondos troncos con su amarillo fruto, tal semejaba el áureo follaje en la copuda encina, tal crujían sus hojas, mecidas del blando viento.
 Eneas ase de él al punto, le arranca impaciente y lo lleva a la cueva de la Sibila.
Entretanto los Troyanos continuaban en la playa llorando a Miseno, y tributaban los últimos honores a sus insensibles despojos.
Empezaron por erigir con ramas de roble y maderas resinosas una gran pira, cuyos lados guarnecieron de negro follaje, hincando en tierra delante fúnebres cipreses, y decorando su cima con brillantes armas.
Unos ponen el agua a la lumbre en calderas de bronce, y lavan y perfuman el frío cadáver entre grandes lamentos; luego colocan sobre la hoguera aquellos miembros regados con su llanto, y los cubren de las pupúreas vestiduras que usaron en vida; otros se colocan debajo del gran féretro, y ¡triste ministerio! volviendo los ojos, le aplican las teas, según la costumbre patria. Todo arde al momento: los montones de incienso, las entrañas de las víctimas, las copas del aceite derramado sobre ellas.
 Luego que todo quedó reducido a pavesas y se apagó la llama, sacaron los huesos, y después de empapar y lavar con vino aquellas reliquias, candentes todavía, Corineo las encerró en una urna de bronce; enseguida, con un ramo de feliz olivo, roció tres veces a sus compañeros con agua purificadora, y pronunció las últimas oraciones. Entonces el piadoso Eneas mandó erigir al héroe un soberbio monumento, en el cual depositan sus armas, su remo y su clarín, al pie de un alto monte, que de él recibió, y conservará eternamente, el nombre de Miseno.

Libro VI de la Eneida. Palabras de la sibila.


Luego que cesó su furor y descansó su rabiosa boca, díjole el héroe Eneas:
"¡Oh virgen! tus palabras no me revelan ninguna faz de mis desventuras nueva o inesperada; todo ya lo tengo previsto y a todo estoy preparado hace tiempo. Una sola cosa te pido, pues, es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las puertas sagradas. Yo le arrebaté en estos hombros, por entre las llamas y los dardos disparados contra mí, y le saqué de en medio de los enemigos; él me acompañaba en mis viajes; conmigo sobrellevaba, inválido, los trabajos de las travesías y los rigores todos del mar y del cielo, a despecho de los años; él además me persuadía, me mandaba que suplicante acudiese a ti y llegase a tus umbrales.
 Compadécete, ¡Oh alma virgen! compadécete, yo te lo ruego, del hijo y del padre, porque tú lo puedes todo, y no en vano te encomendó Hécate la custodia de los bosques del Averno. Si Orfeo pudo evocar los manes de su esposa con el auxilio de su lira y de sus canoras cuerdas; si Pólux rescató a su hermano, alternando en la muerte con él, y si tantas veces va y vuelve por este camino, ¿Para qué he de recordar al gran Teseo? ¿Para qué a Alcides? También yo soy del linaje del supremo Jove."
Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la Sibila:  Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos, y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio, o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron lograrlo.
Todo el centro del Averno está poblado de selvas que rodea el Cocito con su negra corriente.
Más, si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has de hacer ante todo.
Bajo la opaca copa de un árbol se oculta un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado del árbol la áurea rama;
la hermosa Proserpina tiene dispuesto que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el duro hierro, que basten para arrancarle.
Además, tú ignoras ¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste presencia está contaminando toda la armada mientras estás en mis umbrales pidiéndome oráculos.
Ante todo, entrega esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro, e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras expiaciones.
 De esta suerte podrás, en fin, visitar las selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos." Dijo, y enmudeció su cerrada boca.

Libro VI de la Eneida. Antes del descenso a los infiernos.


Habla así Eneas, llorando, y tendidas al viento las velas, deslízase la escuadra; arriba en fin, a las eubeas playas de Cumas. Vuelven las proas hacia el mar; sujeta el áncora las naves con tenaz diente y las corvas popas recaman las costas con sus varios colores. Fogoso tropel de mancebos salta a la ribera hisperia; unos sacan las chispas escondidas en las entrañas del pedernal; otros despojan el monte, densa guarida de las fieras, y enseñan a sus compañeros los ríos que van descubriendo.
 Entretanto el pío Eneas se encamina a las alturas que corona el templo de Apolo y a la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila, a quien el delio vate infunde inteligencia y ánimo grande y revela las cosas futuras. Ya penetran en los bosques de Diana y bajo los dorados techos.
 Es fama que Dédalo, huyendo de los reinos de Minos, osó remontarse por los aires con veloces alas, surcó el desusado derrotero con dirección a las heladas Osas, y fue a parar encima de la ciudadela de Calcis: tomada allí tierra por primera vez, te consagró ¡Oh Febo! sus alados remos y te erigió un soberbio templo.
En las puertas representó la muerte de Androgeo y a los Cecrópidas, condenados ¡Oh miseria! a entregar en castigo, todos los años, siete de sus hijos; vese allí la urna en que se acaban de echar las suertes.
Hace frente a esta escena la isla de Creta: allí están representados los horribles amores del toro, el delirio de Pasifae y el Minotauro, su biforme prole, monumento de una execrable pasión. Allí se ve también aquel asombroso edificio donde no es posible dejar de perderse; por lo cual, Dédalo, compadecido del vehemente amor de la Reina, resolvió él mismo los artificios y rodeos de su obra, dirigiendo con un hilo los inciertos pasos de Teseo.
Tú también ¡Oh Icaro! hubieras sido gran parte en aquel tan prodigioso trabajo, si el dolor lo hubiera permitido.
Dos veces intentó esculpir en oro tu desastre; dos veces cayó el cincel de sus manos paternales. Sin duda Eneas y sus compañeros hubieran seguido recorriendo con la vista todas aquellas maravillas, si ya Acates, a quien el caudillo troyano había enviado por delante, no hubiese llegado entonces y con él Deifobe, hija de Glauco, sacerdotisa de Apolo y de Diana, la cual le habló en estos términos: "No es ocasión ésta de pararte a contemplar tales espectáculos. Lo que ahora importa es que inmoles conforme al rito siete novillos nunca uncidos al yugo, e igual número de ovejas escogidas de dos años."
Dicho esto a Eneas (y los guerreros no demoran obedecer el sacro mandato), llama la sacerdotisa a los Troyanos al alto templo. Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas, de las cuales salen con estruendo otras tantas voces, respuestas de la Sibila. Apenas llegaron al umbral, "Ahora es el momento de consultar los hados, dijo la virgen:  ¡he ahí, he ahí el dios!" Apenas pronunció estas palabras a la entrada de la cueva, inmutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos; jadeando y sin aliento, hinchado el pecho, lleno de sacro furor, parece que va creciendo y que su voz no resuena como la de los demás mortales, porque la inspira el numen ya más cercano. "¿Demoras tus votos y preces, Troyano Eneas? dice; ¿Los demoras? Pues ten por cierto que antes no se abrirán las grandes puertas de este portentoso templo." Dicho esto, calló. Helado terror discurrió por los duros huesos de los Troyanos, y de lo hondo del pecho exhaló el Rey estas plegarias:  "¡Oh Febo, siempre misericordioso para los grandes trabajos de Troya! ¡Oh tú, que dirigiste los dardos troyanos y la mano de Paris al cuerpo del nieto de Eeaco! guiado por ti he penetrado en tantos mares que ciñen vastos continentes, y en las remotas naciones de los Masilios, y en los campos que rodean las Sirtes.
Ya, en fin, pisamos las costas de Italia, que siempre huían de nosotros. ¡Ay! ¡Ojalá que sólo hasta aquí nos haya seguido la fortuna troyana! Justo es ya que perdonéis a la nación de Pérgamo, ¡Oh vosotros todos, dioses y diosas enemigos de Ilión y de la gran gloria que alcanzó la dardania gente! Y tú, ¡Oh santa sacerdotisa, sabedora de lo porvenir, concede a los Teucros y a sus errantes dioses, fatigados númenes de Troya, que logren por fin tomar asiento en el Lacio! No pido reinos que no me estén prometidos por los hados. Entonces erigiré un templo todo de mármol a Febo y a Hécate, e instituiré días festivos, a que daré el nombre de Febo.
Tú también tendrás en mi reino un magnífico santuario, en el que guardaré tus oráculos y los secretos hados que anuncies a mi nación, y te consagraré ¡Oh alma virgen! varones escogidos.
Sólo te ruego que no confíes tus oráculos a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos; anúncialos tú misma.” Esto dijo Eneas."
En tanto, aun no sometida del todo a Febo, revuélvese en su caverna la terrible Sibila, procurando sacudir de su pecho el poderoso espíritu del dios; pero cuanto más ella se esfuerza, tanto más fatiga él su espumante boca, domando aquel fiero corazón e imprimiendo en él su numen.
Abrense, en fin, por sí solas las cien grandes puertas del templo, y llevan los aires las respuestas de la Sibila. "¡Oh tú! que al fin te libraste, exclama, de los grandes peligros del mar, pero otros mayores te aguardan en tierra. Llegarán sí, los grandes descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos. Veo guerras, horribles guerras, y al Tíber arrastrando olas de espumosa sangre; no te faltarán aquí ni el Simois, ni el Xanto, ni los campamentos griegos. Ya tiene el Lacio otro Aquiles, hijo también de una diosa; tampoco te faltará aquí Juno, siempre enemiga de los Troyanos, con lo cual, ¿A qué naciones de Italia, a qué ciudades no irás, suplicante, a pedir auxilio en tus desastres? Por segunda vez una esposa extranjera, por segunda vez un himeneo extranjero será la causa de tantos males para os troyanos... Tú, empero, no sucumbas a la desgracia; antes bien, cada vez más animoso, ve hasta donde te lo consienta la fortuna. Una ciudad griega, y es lo que menos esperas, te abrirá el primer camino de la salvación."
Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos obscuros cosas verdaderas; de esta suerte rige Apolo sus arrebatos y aguija su aliento.

Divina comedia / Infierno / Canto 9

Divina comedia / Infierno / Canto 7

Divina comedia / Infierno / Canto 6

lunes, 14 de febrero de 2011

El totalitarismo y la naturaleza humana: Cómo y por qué fracasó el comunismo

Conferencia pronunciada en Madrid el 21 de febrero de 2005 dentro del ciclo “La revolución de la libertad”, convocado por FAES en el Aula Magna de la Fundación Universitaria San Pablo-CEU.
A principios de la década de los noventa viajé a Moscú en varias oportunidades. El mundo había sido testigo de dos sucesos asombrosos: la pacífica desintegración de la URSS y la disolución por decreto del partido comunista más grande y fuerte del planeta. Ya gobernaba Boris Yeltsin, con quien, a su paso por Estados Unidos, había compartido una interesante mañana, en la que pude darme cuenta del increíble nivel de confusión e improvisación que existía en los altos mandos del Kremlin y el intenso miedo que este político, nacido en los Urales, en los confines de Europa, sentía a ser ejecutado por el KGB.
Curiosamente, el entierro de la URSS podía verse como una victoria del nacionalismo ruso, que juzgaba ese desmembramiento como una suerte de deseada liberación que libraba a Moscú de un rosario de incosteables sanguijuelas. Sólo Cuba, en el remoto Caribe, había costado a los rusos más de cien mil millones de dólares en inútiles subsidios a lo largo de varias décadas. ¿Qué sentido tenía continuar sosteniendo a la Nicaragua sandinista, agregar a la lista de satélites la Etiopía de Mengistu y la Angola revoloucionaria, o insistir en la guerra colonial de Afganistán?
Entonces se repetía una audaz frase que sintetizaba esta pragmática posición política: “Hay que liberar a Rusia de la URSS”. Al fin y al cabo, aún podándole las adherencias imperiales, Rusia seguía duplicando en tamaño a cualquiera de las otras grandes naciones de la tierra: Estados Unidos, China, Canadá, Brasil o la India. El mundo veía a los soviéticos como verdugos, mientras los rusos, en cambio, se percibían como víctimas de una ideología que había hipertrofiado el perímetro de sus responsabilidades económicas y militares en perjuicio del bienestar de la propia población eslava.
Pero tal vez más sorprendente aún que la incruenta cancelación del imperio soviético fue el dócil comportamiento del PCUS: sus veinte millones de miembros acataron la orden de disolverse sin protestar, y el país de Lenin, el país de la “gloriosa Revolución de Octubre”, meca y mito de todas los revolucionarios radicales del siglo XX, a una sorprendente velocidad enterró los dogmas y doctrinas marxistas-leninistas con un universal gesto de fatiga.
En ese viaje a Moscú, tras entrevistarme con el canciller Andrei Kozirev y el vicecenciller Georgi Mamedov para hablar de los inevitables asuntos cubanos, por medio del escritor Yuri Kariakin, un gran especialista en Dostoievski y en Goya, concerté un encuentro con Alexander Yakovlev, un personaje que ya estaba fuera del gobierno, ex embajador de la URSS en Canadá y tal vez el principal consejero e ideólogo de Mijail Gorbachov. Quería escuchar en su propia voz una explicación coherente sobre el proceso que había liquidado el sistema comunista en la nación que por primera vez lo puso en práctica.
En ese momento Yakovlev era el funcionario clave de una fundación creada por Gorbachov, e irónicamente nos recibió en el enorme despacho que había ocupado Mijail Suslov hasta su muerte, ocurrida en 1982. Suslov había sido el implacable defensor de la ortodoxia comunista, el Torquemada de mano dura contra cualquier desviación de la obediencia al Kremlin, ya fuera el trotskismo, el titoísmo o la revuelta húngara de 1956. Si existía un símbolo del drástico cambio ocurrido en la URSS era que Yakolev estuviera sentado exactamente en el lugar que, en su momento, ocupara el temido Suslov.
I. Un sistema contrario a la naturaleza humana
La historia que me contó Yakovlev merece ser repetida. Este héroe de la Segunda Guerra Mundial, miembro prominente del Partido, a principios de la década de los setenta se atrevió a escribir que el comunismo soviético arrastraba un perverso componente de la historia zarista que lo llevaba a ejercer la violencia indiscriminada contra la sociedad, lo que, a su vez, impedía el desarrollo de la URSS en todo su enorme potencial.
Tal vez para impedir que ese peligroso juicio se contagiara a otros camaradas, el entonces premier Leonid Breznev, quien poco antes, tras la invasión a Checoslovaquia de 1968, había formulado la doctrina imperial que le concedía al PCUS el derecho a decidir dónde y cuándo desplegar los tanques para preservar el comunismo en el planeta, que era tanto como asignarle a la URSS el derecho al uso indiscriminado de la violencia a escala internacional, procuró a Yakovlev un exilio dorado, nombrándolo embajador en Canadá, lejos de las intrigantes camarillas del Kremlin.
Pero el destino, como en el reino de Serendip, a veces desemboca en el lugar exactamente contrario al procurado. Sucedió que un día llegó a Canadá en viaje oficial un joven técnico en desarrollo agrario, prometedora estrella del Partido Comunista, el señor Mijail Gorbachov, y se reunió con su embajador Alexander Yakovlev, y estuvieron conversando durante varios días, tal vez porque la misión de Gorchachov se prolongó más de lo previsto o tal vez porque el avión de Aeroflot, la línea aérea soviética, se averió más de lo acostumbrado.
Es muy aleccionador pensar que aquellas pláticas amables pero apasionadas entre dos personas inteligentes, que podemos imaginar humedecidas por un buen vodka ruso, sin que nadie lo supiera, y sin que los interlocutores lo sospecharan, cambiaron el rumbo de la humanidad. Anécdota que nos recuerda la fragilidad de esa futurología mecanicista basada en el acopio de información económica o en las predicciones de los expertos.
Fue allí y entonces, aparentemente, donde Gorbachov se convenció de que el comunismo era reformable si se eliminaba ese doloroso componente de violencia que impedía el libre examen de los problemas. Fue allí y entonces donde dos comunistas patriotas se persuadieron de que sabían exactamente qué hacer para que el país más grande del mundo se convirtiera, además, en el más rico, feliz y desarrollado.
Era necesaria la reforma, la luego tan mentada perestroika. Pero para que la reforma diera sus frutos había que quitar las cadenas al juicio crítico: eso era la glasnost, la transparencia sin consecuencias ni represalias, la recuperación de la verdad como instrumento de análisis y corrección de los males. Si a la planificación colectivista y a la búsqueda de la justicia distributiva inherentes al marxismo se agregaba la libertad, el comunismo –concluyeron Yakovlev y Gorbachov– se convertiría en un modelo imbatible para lograr la felicidad de los pueblos.
Andando el tiempo, de un modo casi mágico las cartas fueron cayendo ordenadamente sobre la mesa: tras la muerte de Breznev el poder quedó en manos de Yuri Andropov, un reformista moderado y prudente, ex jefe del KGB y amigo de Gorbachov, quien de la mano de su poderoso protector ascendió unos peldaños dentro de la burocracia soviética. Pero en 1984 murió Andropov y, en lo que parecía ser un retroceso, fue elegido Konstantin Chernenko, un “duro” de la época de Breznev –fue su jefe de gabinete–, mas llegó al poder a los 74 años, ya enfermo de muerte.
Apenas un año más tarde, en efecto, Chernenko murió, y es muy probable que ese hecho haya convencido a la nomenklatura soviética de la necesidad de estabilizar la autoridad eligiendo a un líder razonablemente joven y saludable capaz de dirigir el país durante un largo periodo. Fue en ese punto en el que Mijail Gorbachov entró en la historia por la puerta grande. Sólo tenía 53 años y proyectaba una imagen vigorosa. Con él traería de la mano a Yakovlev, y lo colocaría al frente del aparato de propaganda para defender el novomyshlenie, o nuevo pensamiento.
Los hechos que siguieron son más o menos conocidos. Gorbachov comenzó por continuar las reformas emprendidas por Andropov, entre ellas la de racionar el alcohol o aumentarlo significativamente de precio, dado que este vicio supuestamente debilitaba la capacidad productiva del país –una campaña en la que ya había fracasado el bueno de Nicolás II, último zar de Rusia–, pero lo verdaderamente decisivo fue la tolerancia con espacios de libertad crítica, que fueron aumentando de manera imparable en círculos cada vez más amplios.
Poco a poco, los comentarios negativos dejaron de limitarse a los problemas concretos de la economía y se empezó a cuestionar la esencia del sistema soviético y los dogmas marxistas-leninistas. Todo ello llegaba acompañado de una aguda crisis de producción y abastecimiento, pero Gorbachov, lejos de amilanarse, extendió su voluntad de reformas al campo de los satélites europeos. Finalmente, en octubre de 1989 cayó el Muro de Berlín, y una tras otra casi todas las naciones de Europa Central fueron abandonando el comunismo y el campo soviético.
¿Por qué Gorbachov –pregunté a Yakovlev y a Kariakin, ambos conocedores íntimos del personaje–, pese a su temperamento enérgico, no intentó frenar la descomposición de la URSS y del llamado “campo socialista”? La respuesta que entonces me dieron me sigue pareciendo convincente: porque en la psicología profunda de Gorbachov, o en eso a lo que llamamos “carácter”, había un elemento genuino de aborrecimiento de la violencia.
Gorbachov no ignoraba que se estaba desintegrando el mundo parido por Lenin a partir de 1917, pero sabía que para mantenerlo sujeto era indispensable sacar el Ejército Rojo a las calles y matar varios millones de personas. Seguramente es lo que hubieran hecho Stalin, Kruschov o Breznev, pero él era demasiado compasivo para ordenar una carnicería de esa magnitud.
Tras la descripción histórica de los hechos, que consumió casi toda la entrevista, le hice a Yakovlev una pregunta final: ¿en definitiva, por qué fracasó el comunismo? Se quedó pensando unos segundos y me dio una respuesta probablemente correcta, pero que hay que abordar con cuidado y en extenso: “Porque –me dijo– no se adaptaba a la naturaleza humana”. Las reflexiones que siguen van encaminadas a explorar esa premisa, aunque se hace necesario cierto rodeo previo.
II. El marxismo y sus fracasos
En realidad, hay un primer elemento de bulto, extraído del método científico, que indica que, en efecto, hay algo en el sistema comunista que invariablemente conduce al fracaso. Cuando llevamos a cabo un experimento en un laboratorio, y luego podemos repetirlo en las mismas condiciones y los resultados son similares, de esta experiencia extraemos reglas y conclusiones. Por la otra punta, cuando intentamos obtener unos resultados previstos y realizamos el mismo experimento, pero variando las circunstancias, y en ningún caso logramos esos resultados la conclusión obvia debería ser que la premisa científica estaba equivocada.
Test, por cierto que el propio Marx recomendaba vivamente, como se puede leer en su conocido ensayo Tesis sobre Feuerbach, firmado junto a Engels, en el que el pensador alemán afirmaba: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico”.
Apliquemos, pues, ese criterio de Marx a la experiencia comunista. La premisa marxista establecía que al eliminar la propiedad privada y planificar la producción se produciría una mejoría intensa del modo de vida físico y espiritual de las personas, hasta alcanzar una sociedad justa, equitativa, feliz, en la que no estuviera presente la violencia coactiva del Estado porque éste habría desaparecido. Se llegaría a una sociedad en la que ni siquiera serían necesarios los jueces y las leyes, porque la convivencia entre los seres humanos estaría basada en una forma de espontáneo altruismo capaz de armonizar fraternalmente las necesidades e intereses de todas las personas.
Esta premisa se sustentaba en los supuestamente providenciales hallazgos de Karl Marx en el terreno histórico, filosófico y económico, que Engels sintetizó hábilmente en la oración fúnebre que le dedicara en 1883, en el momento de su muerte, y que cito textualmente:
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales y, por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo.
Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas”.
Engels pudo agregar que Marx también trató de explicar la crisis final del capitalismo como resultado de una superproducción creciente, producto de la falta de planificación, dado que cada codicioso empresario ocultaba sus planes particulares a la competencia, acumulando stocks invendibles que generarían grandes masas de desempleados o de asalariados remunerados con sueldos decrecientes, provocando con ello una catástrofe económica que sumiría a los trabajadores en una espiral de progresiva miseria que no podía tener otro fin ni otro destino que la revolución mundial para terminar con ese criminal modo de explotación.
Llegado ese punto, los obreros y campesinos –pero especialmente los obreros, que eran los sujetos históricos que habrían adquirido “conciencia de clase”- destruirían los Estados burgueses y los sustituirían por “dictaduras del proletariado” provisionales, hasta alcanzar el fabuloso mundo prometido por los marxistas.
Provistos de estas fantásticas ideas, que a ellos les parecían “científicas”, aunque sólo eran hipótesis dudosas que casi inmediatamente comenzaron a ser desmontadas por otros pensadores –como Eugen von Böhm-Bawerk, quien ya en 1896 pulverizó la teoría del valor de Marx y sus postulados sobre la plusvalía–, en diversas partes del planeta numerosos reformadores sociales, llenos de buenas intenciones, sin esperar a la crisis final del capitalismo, encontraron una justificación para recurrir a la violencia, dada la santidad de los fines que se perseguían.
Así las cosas, desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX surgieron figuras como Lenin, Trotski, Stalin, Kruschev, Tito, Enver Hoxha, Todor Zhivkov, Fidel Castro, Che Guevara, Georgi Dimitrov, Nicolás Ceaucesu, Mao, Tito, Walter Ulbricht, Kim Il Sung, Pol Pot y otras varias docenas de líderes que compartían un prominente rasgo biográfico: todos ellos se entregaron abnegadamente a una causa política por la que padecieron persecuciones y sufrimientos, y por la que arriesgaron la vida en numerosas oportunidades.
Sin embargo, ese no era el único elemento que los unificaba: todos ellos, cuando ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas, acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas desengañados con las ideas marxistas.
La represión brutal, pues, no parecía una aberración del sistema, sino la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad extraña a los valores y expectativas de las personas. Los revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un año más tarde Lenin ya daba la orden de crear “colonias penales” y de utilizar una feroz represión contra mencheviques, kadetes o cualquier fuerza acusada de simpatizar con los reformistas de Kerenski, tarea en la que Trotski colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores que se han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstadt.
Pero las instrucciones de Lenin iban más allá todavía: era importante castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que nadie se sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag, que luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios millones de muertos en las cunetas y calabozos, baño de sangre al que añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes nunca cometidos, gritos de militancia revolucionaria y la posterior descarga de los fusiles y el tiro en la nuca.
Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del terror comunista en las primeras tres décadas de su implantación en la URSS, pero a donde quiero llegar es a la siguiente observación: exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en Rumanía, en Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte, en Cuba y en Etiopía. Donde quiera que se implantaba el totalitarismo comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior, los pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías ideológicas, sexuales y, a veces, étnicas, y el control total de la vida de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.
Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano como Fidel Castro, educado por los jesuitas, un ex seminarista cristiano como Stalin, un maestro como Mao, un militar como Tito o un afrancesado y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas, sino de ideas y de métodos: todos no podían ser psicópatas malignos. No había diferencia en que se tratara de regímenes impuestos por el ejército soviético, como ocurrió en varios países de Europa Central, o que fueran el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como en Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado -admitidas algunas diferencias de grado más que de fondo- acababa por ser muy parecido, como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.
¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bien intencionadas, altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus conciudadanos, incurren en esas monstruosidades? Seguramente, porque sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que utilizaban con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto.
Eso se ve con toda claridad en un párrafo clave del Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental –un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966– enviado por el Che Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en el que el médico argentino reivindicaba “el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y selectiva máquina de matar”. Odiar y matar a los enemigos era exactamente lo que debía hacer el revolucionario en nombre del amor a la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.
Esta fanática certeza en las creencias comunistas, que ha convertido a Stalin, al Che, a Pol Pot y a tantos revolucionarios en criminales políticos, tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por una parte, los lleva a crear un lenguaje compatible con el odio, inevitablemente precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre “gusanos”, “apátridas”, “vendepatrias”, “lamebotas del imperialismo”, es decir, una gentuza infrahumana que se puede suprimir sin contemplaciones con un balazo en la cabeza o se puede internar para siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales peligrosos.
La segunda consecuencia de esta actitud dogmática es el autismo moral. En general, quienes permanecen fieles a las creencias comunistas se cierran totalmente a otros estímulos intelectuales críticos o a proposiciones más razonables, enterrando la cabeza en la arena, como afirman que hacen los avestruces cuando se sienten en peligro.
¿Cómo seguir creyendo en el análisis económico marxista tras la refutación impecable de Bohm-Bawerk y otros miembros destacados de la Escuela austriaca? ¿Cómo insistir en las bondades de la planificación centralizada cuando Ludwig von Mises, ya en 1922, en su obra Socialismo demostró la imposibilidad del cálculo económico en sociedades complejas, el valor de los precios como un sistema de señales y el mercado como la manera menos ineficiente de asignar recursos, prediciendo, de paso, el inevitable fracaso del entonces incipiente experimento soviético? ¿Cómo sostener el materialismo dialéctico y la superstición de que la historia se comporta de acuerdo con las leyes supuestamente descubiertas por Marx tras ponderar las reflexiones de Karl Popper sobre el historicismo? ¿Cómo insistir en la culpabilización de Occidente si se ha leído con detenimiento El opio de los intelectuales de Raymond Aron o los seminales ensayos de Isaiah Berlin? ¿Cómo no coincidir con Hayek cuando advierte que el camino socialista conduce a la servidumbre, o con Hanna Arendt cuando explica los tortuosos mecanismos que destruyen el equilibrio emocional en los regímenes totalitarios y generan ese odioso sentimiento de indefensión con que ese tipo de omnipresente dictadura castra y marca a los ciudadanos?
Los marxistas, prisioneros de una injustificada arrogancia intelectual, para poder insistir cómodamente en sus errores descalificaban las observaciones de sus adversarios sin necesidad de conocerlas, o recurrían a una obscena aspereza en el lenguaje, siempre encaminada a tratar de destruir a los autores, no a sus ideas, y muy especialmente cuando se referían a personas de izquierda o ex comunistas que habían escapado de la secta y contaban sus valiosas experiencias, como Arthur Koestler, André Malraux, Albert Camus, George Orwell, John Dos Passos, Octavio Paz, Joaquín Maurín, Eudocio Ravines, Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza, Jorge Semprún y otras varias docenas o quizás centenas de valiosos intelectuales y pensadores desencantados con la praxis marxista-leninista, invariablemente calificados de agentes de la CIA, de asalariados de Wall Street o, más genéricamente, de “lacayos al servicio del imperialismo”.
Otras circunstancias, los mismos resultados
¿Sería acaso un problema cultural? ¿Habría tal vez culturas más proclives a ejercer la violencia o a aceptar la tiranía y otras en las que el comunismo podía arraigar de manera más suave y natural? No parece. El comunismo se intentó en el enorme imperio ruso, en el que coincidían cien pueblos distintos; en la Alemania del Este, corazón de Europa, desarrollada y culta; en Checoslovaquia y Hungría, dos fragmentos gloriosos del viejo Imperio Austrohúngaro; en el mosaico yugoslavo; en la Albania culturalmente desovada por Turquía; en China, en Vietnam, en Camboya, en Corea del Norte; en Cuba y Nicaragua; en el África negra de Angola y Etiopía. Y en todos fue un desastre.
Se intentó en pueblos de raíz greco-cristiana, como Rusia, Bulgaria y Rumanía; en pueblos católicos, como Hungría, Cuba o Nicaragua; en pueblos cristiano-protestantes, como Alemania o Checoslovaquia; en pueblos islamizados, como Albania, ciertas porciones de Yugoslavia y algunas repúblicas del Turquestán soviético; en otros de tradición confuciana, budista y taoísta, como China, Camboya, Vietnam y Corea del Norte. Y en todos fracasó.
Lo ensayaron sociedades de origen eslavo, germánico, chino, subsahariano, latino, hispanoamericano, escandinavo y turcomano, y todas concluyeron en el desastre, el abuso, la pobreza y la mediocridad. Un fracaso del que sólo conseguían salvarse abandonando el sistema, o del que todavía hoy intentan huir mixtificándolo con medidas carácterísticas de las sociedades occidentales tomadas de la economía de mercado.
Pero, ¿cómo y por qué podemos afirmar que se trata de experimentos fracasados? ¿No habla la propaganda comunista de sociedades dotadas de extendidos sistemas de salud y educación, en las que no existe el desempleo y todas las personas disfrutan de unos bienes mínimos, suficientes para sostener una vida feliz? Naturalmente, éxito y fracaso son siempre juicios relativos, pero, como en los laboratorios, contamos con experimentos de control y contraste que nos permiten calificar de total desastre la experiencia comunista: tras la Segunda Guerra Mundial varios países y sociedades homogéneas se dividieron en los dos sistemas antagónicos que durante medio siglo disputaron la Guerra Fría. Hubo dos Alemanias, dos Coreas, y dos o varias Chinas: la continental, Taiwán, Hong Kong, incluso Singapur. Hubo una Austria neutral en la que se instauró la democracia y se insistió en la economía de mercado, mientras Hungría y Checoslovaquia –los otros dos grandes fragmentos del viejo Imperio Austrohúngaro– quedaban tras el Telón de Acero.
La comparación de los resultados no ha podido ser más humillante para el sistema comunista. Alemania Occidental, Austria, Corea del Sur, las Chinas capitalistas se desarrollaron mucho más eficaz y humanamente, desplazándose hacia formas de convivencia cada vez más democráticas y respetuosas de los derechos civiles, como sucediera en Taiwán y en Corea del Sur, convirtiéndose en un poderoso polo de atracción para quienes tuvieron la desgracia de quedar al otro lado de los barrotes.
Las sociedades capitalistas no eran perfectas, por supuesto, y no estaban exentas de graves problemas, pero el flujo migratorio indicaba la clara preferencia de los pueblos. Nadie saltaba el muro en dirección al Este. Los chinos que lograban huir pedían asilo en Taiwán o en Hong Kong, nunca en el paraíso de Mao. La mayor parte de los prisioneros norcoreanos cautivos en Corea del Sur, terminada la guerra en 1953, imploraron no ser devueltos al país del que provenían. Cuba, tras ser un importante refugio de inmigrantes a lo largo del siglo XX, a partir de la revolución se convirtió en un pertinaz exportador de balseros y emigrantes.
Los Estados comunistas, como observara la profesora y diplomática norteamericana Jeanne Kirkpatrick, eran las primeras entidades políticas de la historia que construían murallas no para evitar las invasiones, sino para impedir las evasiones de sus desesperados súbditos, y no hay un juicio más certero para medir la calidad de una sociedad que la dirección en que se desplazan los migrantes.
¿Sería, acaso, un problema de recursos materiales? Tampoco: resultaba evidente que el comunismo fracasaba en todas las circunstancias materiales posibles, aun cuando tuviera enormes posibilidades de triunfar. La URSS contaba con inmensos recursos naturales, mayores que los de cualquier otro país. Ucrania había sido el granero de Europa hasta la Primera Guerra Mundial. Bulgaria y Rumanía tenían una buena experiencia en el terreno agrícola. Alemania del Este, Checoslovaquia y Hungría poseían una antigua tradición industrial y científica, y podían exhibir un copioso capital humano formado en notables universidades. Todos esos países crearon un mercado común articulado en torno al Comecon –la respuesta soviética al Plan Marshall y a la Comunidad Económica Europea– y coordinaban sus esfuerzos económicos, financieros e investigativos.
Sin embargo, todos esos factores positivos no eran suficientes para generar riqueza, tecnología o avances científicos en la cuantía en que Occidente lo lograba, y, visto ya con cierta perspectiva, resulta casi inexplicable que, con ese inmenso potencial a su servicio, el bloque comunista no haya sido capaz de originar siquiera una sola de las grandes revoluciones tecnológicas del siglo XX: la televisión, la energía nuclear, los antibióticos, la biotecnología, los vuelos supersónicos, los transistores o la computación. Sólo en un aspecto, el de carrera espacial, los soviéticos tomaron la delantera, por un corto periodo, tras el sputnik lanzado en 1957, pero ese episodio más bien parecía un subproducto de la cohetería militar, una industria favorecida por el Kremlin, donde también habría que inscribir la impresionante actividad espacial posteriormente desplegada por Moscú.
No obstante, todavía existía una coartada final para no admitir que el marxismo partía de una serie de errores intelectuales originales que conducían al fracaso a todos los líderes, en todas las culturas y hasta en las más prometedoras circunstancias materiales. Ese pretexto era la idea de que existía un “socialismo real” que fracasaba por errores humanos en su torpe implementación y no por el carácter equivocado de los planteamientos originales. Se negaban a aceptar, entre otras evidencias, la melancólica observación de Yakovlev: el comunismo, sencillamente, no se adapta a la naturaleza humana. Exploremos ahora las razones de esta esencial incompatibilidad.
III. La naturaleza humana
Durante buena parte de los siglos XIX y XX psicólogos, sociólogos, filósofos y biólogos discutieron apasionadamente sobre la esencia de la naturaleza humana. El núcleo del debate era muy escueto: unos opinaban que, fundamentalmente, el hombre era el resultado de la influencia externa, mientras los otros se decantaban por explicarlo como consecuencia de factores genéticos. Por un tiempo, un sector tal vez mayoritario del mundo académico, seguramente horrorizado por la experiencia del nazismo, negó con vehemencia que los seres humanos tuvieran instintos o tendencias innatas, y hasta se consideró “reaccionario” y “racista” suponer que la herencia y la biología jugaban un papel preponderante en la conducta de las personas.
No obstante, en la segunda mitad del siglo XX, con la concesión del Premio Nobel en 1973 al etólogo austro-alemán Konrad Lorenz por las investigaciones y reflexiones volcadas en su libro On Agression, en medio de un agrio debate académico que dura hasta nuestros días, se fortaleció una especie de neodarwinismo que tuvo otro hito fundamental en los postulados de los sociobiólogos, capitaneados por Edward O. Wilson desde la publicación de sus libros Sociobiology (1975) y On human nature (1978).
A partir de ese momento fue creciendo exponencialmente el número y la importancia de quienes pensaban que los seres humanos, como todas las criaturas, estaban sujetos a las fuerzas de la evolución, lo que permitía explicar la conducta, los sentimientos y las actitudes como formas de adaptación a esa misteriosa urgencia de perpetuación de las especies que gobierna a todos los seres vivos. A esa visión neodarwiniana, en general contrapuesta a la postura de los científicos sociales más cercanos al marxismo, también se le llamó “funcionalismo”: la existencia de instituciones como el matrimonio y la familia, de creencias religiosas o de comportamientos agresivos frente a los extraños podían explicarse como estrategias innatas de supervivencia de nuestra especie, involuntariamente aprendidas y aprehendidas durante cientos de miles de años de constante evolución.
Si aceptamos esta premisa teórica, y si convenimos en que la clave del éxito en cualquier sociedad es el capital humano de que se dispone, sus virtudes cívicas, la disposición que se muestre para el trabajo y la coherencia y adecuación entre el sistema de convivencia y los rasgos psicológicos de quienes deben habitarlo, ¿qué elementos de los planteamientos marxistas y del modelo de organización comunista del Estado contradecían la naturaleza humana y afectaban negativamente a la sociedad y, por ende, al proceso de creación de riquezas? A mi juicio, varios, todos ellos vinculados a la psicología profunda de la especie, y para facilitar su comprensión creo que vale la pena consignar diez de los más importantes, aunque sea de manera esquemática:
1. El colectivismo y la represión al ego
El más evidente de esos elementos contrarios a la naturaleza humana era la imposición violenta de diversas expresiones del colectivismo que negaban o reprimían la pulsión egoísta radicada en la psiquis de las personas sanas. El totalitarismo convertía el reclamo de prestigio y distinción personal -uno de los grandes motores de la acción humana- en una suerte de conducta antisocial castigada por las leyes y estigmatizada por la moral oficial, olvidando que las personas necesitan fortalecer su autoestima mediante el reconocimiento social basado en la singularidad de sus logros.
Naturalmente, esa represión al egoísmo y a la búsqueda de reconocimientos iba acompañada por grotescas formas sustitutas del éxito, como las distinciones oficiales a los “héroes del trabajo” dentro de la tradición stajanovista, pero la artificialidad de este sistema de premios, generalmente entregados en ceremonias ridículas, inevitablemente vinculados a la docilidad bovina de los elegidos, acababa por perder cualquier tipo de prestigio social, vaciándolo totalmente de contenido emocional.
2. El altruismo universal abstracto contra el altruismo selectivo espontáneo
El colectivismo exhibía, además, otra faceta inmensamente negativa: decretaba la obligatoriedad de una especie de altruismo universal abstracto -los obreros, la humanidad, el campo socialista- mientras combatía el altruismo selectivo espontáneo, dirigido al círculo de las relaciones más íntimas, que es, realmente, el que moviliza los esfuerzos de los seres humanos: al desaparecer la propiedad privada ya no era posible dotar a los hijos de elementos materiales que garantizaran su bienestar. Ese fuerte instinto de protección que lleva a padres y madres -especialmente a las madres- a sacrificarse por sus descendientes y a posponer las gratificaciones personales en aras de sus seres queridos quedaba prácticamente anulado por la imposibilidad material de transmitirles bienes.
Era, pues, un sistema que inhibía y penalizaba dos de las actitudes y comportamientos que más influyen en la voluntad de trabajar y en la consecuente creación de riquezas: la búsqueda del triunfo personal y la protección y el mejoramiento de la familia. ¿Cómo asombrarse, pues, de los raquíticos resultados materiales del totalitarismo comunista, cuando el sistema, generalmente impuesto por la violencia, suprimía las motivaciones más enérgicas que tienen las personas para trabajar con ahínco?
3. La desaparición de los estímulos materiales como recompensa a los esfuerzos
Pero ni siquiera ahí terminaban los refuerzos negativos que debilitaban la voluntad de trabajar en las personas comunes y corrientes: el marxismo proponía como meta la lejana obtención de un paraíso siempre situado en la inalcanzable línea del horizonte. El sistema exigía el sacrificio constante en beneficio de generaciones futuras, privando a los trabajadores de una recompensa efectiva e inmediata conseguida como resultado de sus desvelos, ignorando que, si algo se sabe con toda certeza en el terreno de las motivaciones, es que existe una relación directa entre el nivel de esfuerzo y la inmediatez de la recompensa obtenida: mientras mayor sea y más próxima se encuentre la recompensa, más intenso será el esfuerzo por obtenerla.
¿Cuánto tiempo y cuántas generaciones de trabajadores podían realmente defender con entusiasmo un sistema que les negaba o aplazaba sine die una legítima compensación por sus desvelos?
4. La falsa solidaridad colectiva y el debilitamiento del “bien común”
Como consecuencia del colectivismo y de la desaparición de estímulos materiales asociados al esfuerzo personal, en todos los Estados comunistas se producía, además, un paradójico fenómeno que Marx no supo prever: la solidaridad colectiva, lejos de fortalecerse con el comunismo, fue desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible. Nadie cuidaba los bienes públicos. La verdad oficial era que todo era de todos. La verdad real era que nada era de nadie, y, en consecuencia, a nadie le importaba robar al Estado, dilapidar las instalaciones colectivas o abusar sin contemplaciones de los servicios ofrecidos, actitud que generaba una letal combinación entre el despilfarro y la escasez propia del sistema.
En los Estados comunistas la obsolescencia de los equipos era asombrosa: los tractores, los vehículos de transporte o cualquier maquinaria que se entregaba a los trabajadores tenía una vida útil asombrosamente breve, acortada aún más por la permanente falta de piezas de repuesto, típica de las economías centralmente planificadas. Nadie cuidaba nada porque las personas no conseguían asumir mentalmente la idea del “bien común”. Lo que era del Estado -un ente opresor remoto e incómodo- no les pertenecía a ellas, y no había razón para protegerlo.
Esto se veía con claridad en el entorno urbano característico de las ciudades regidas por el socialismo, siempre sucio, despintado, mal iluminado, con edificios en ruinas. A un país como Alemania del Este, la más próspera de las naciones comunistas, las cuatro décadas que duró el comunismo no le alcanzaron siquiera para recoger todos los escombros de la Segunda Guerra mundial. En La Habana, destruida por la incuria sin límite del castrismo, mientras los automóviles oficiales al servicio de la nomenklatura apenas duraban dos o tres años, los viejos coches de los años cuarenta y cincuenta, todavía en manos de particulares, se mantenían circulando heroicamente. La diferencia entre el destino de unos y otros era una forma silenciosa, pero efectiva, de demostrar la ineficiencia sin paliativos del socialismo y el inmenso costo material que esa característica le imponía a la sociedad.
5. La ruptura de los lazos familiares
Por otra parte, el colectivismo y la imposibilidad de colaborar con el bienestar de la familia no parecían ser un producto fortuito de la desaparición de la propiedad privada, sino una consecuencia conscientemente buscada por la dictadura totalitaria en su afán por romper los lazos familiares, con el objetivo de forjar hombres y mujeres que no estuvieran sujetos a la moral tradicional. De ahí las comunas chinas, las escuelas en el campo cubanas o el rechazo brutal camboyano a la vida urbana durante la tiranía de Pol Pot: se trataba de romper bruscamente los vínculos de sangre para crear una hermandad fundada en la ideología, donde la fuente única para la transmisión de los valores fuera el omnisapiente Partido. Por eso en todos los gobiernos comunistas se cantaban las glorias de los niños que vencían los prejuicios de la lealtad burguesa y eran capaces de delatar a la policía política a sus padres o hermanos cuando éstos violaban las normas de la doctrina.
Ni siquiera se podía amar a quien no exhibiera las señas de identidad comunistas o, más genéricamente, “revolucionarias”. En Cuba, por ejemplo, desde los años sesenta el castrismo decretó el fin de cualquier contacto con familiares “desafectos” o exiliados, y centenares de miles de familias interrumpieron sus vínculos tajantemente. Hijos, padres y hermanos, divididos por la militancia política por órdenes implacables del Estado, dejaron de hablarse o escribirse. En los expedientes policíacos, en las planillas de admisión a los centros de estudio y en las empresas se inscribía el dato peligroso: “El acusado mantiene relaciones con familiares que viven en el exterior”. Otras veces la advertencia giraba en torno al círculo de amigos: “El acusado mantiene relaciones con contrarrevolucionarios conocidos”.
Mas esa brutal manipulación de las zonas afectivas de las personas tenía un alto costo emocional: las personas, obligadas por el miedo, obedecían al Estado y renunciaban a los lazos familiares o amistosos comprometedores, pero secretamente se distanciaban aún más del Estado que las obligaba a esa abyecta mutilación de sus querencias.
6. Las instituciones estabularias
Consecuentemente, el totalitarismo negaba y reprimía cualquier forma de organización que no estuviera sujeta al control y escrutinio de la cúpula gobernante. La sociedad no podía espontáneamente generar instituciones para defender ideales o intereses legítimos. La participación estaba limitada a los pocos cauces creados por la cúpula: el Partido, las organizaciones de masas, los parlamentos unánimes, los sindicatos amaestrados, y en ninguna de esas instituciones oficiales las personas se veían realmente representadas.
De forma contraria a la tradición histórica, el comunismo era un sistema conscientemente dedicado a desatar lazos y a disgregar las estructuras espontáneas y naturales de vinculación generadas por la sociedad, sustituyéndolas por correas de transmisión de una autoridad arbitraria y represiva disfrazadas de cauces artificiales de participación, aun cuando eran, en realidad, verdaderos establos en los que “encerraban” a los ciudadanos para lograr su obediencia.
¿Resultado de esa cruel estabulación de las personas? Un creciente sentimiento de enajenación en el conjunto de la población, incapaz de sentirse representada y mucho menos defendida por un sector público percibido como extraño y ajeno.
7. Del ciudadano indefenso al ciudadano parásito
Sin embargo, el pecado comunista de someter a la obediencia a los ciudadanos mediante la coacción, y de cortarles las alas para que no pudieran pensar, organizarse ni crear riquezas por cuenta propia, traía implícita su propia penitencia: convertía a las personas en unos improductivos parásitos que esperaban del Estado los bienes y servicios que éste no podía proporcionarles, precisamente por las limitaciones que había impuesto a la sociedad.
Ese ciudadano indefenso se convertía entonces en un consumidor permanentemente insatisfecho, constantemente obligado a violar las injustas reglas a que era sometido mediante el robo y el mercado negro, debilitando con ello las normas éticas que deben presidir cualquier organización social justa y razonable.
8. El miedo como elemento de coacción y la mentira como su consecuencia
En todo caso, ¿cómo lograban los comunistas ese grado de control social? Lo conseguían por medio de una desagradable sensación física omnipresente en las sociedades dominadas por el totalitarismo: mediante el miedo. Miedo a la represión. Miedo a los castigos físicos y morales. Miedo a ser expulsado de la universidad o del centro de trabajo. Miedo a ser despojado de la vivienda. Miedo a la cárcel. Miedo a los aterrorizantes pogromos. Miedo a las golpizas. Miedo a los paredones de fusilamiento. Sólo que el miedo, como todo refuerzo negativo -afirmación en la que no se equivocan los psicólogos conductistas-, es un estímulo precario que genera reacciones contraproducentes.
Entre ellas, tal vez las más graves son el fingimiento, la simulación y la ocultación. Mentir es la especialidad de las sociedades regidas por el comunismo. Miente el Partido cuando defiende planteamientos que sabe falsos o inalcanzables. Mienten los funcionarios cuando informan sobre los resultados de la gestión a ellos encomendada, generalmente mal ejecutada por falta de medios. Mienten los jerarcas cuando presentan resultados deliberadamente distorsionados. Mienten los militantes o los indiferentes cuando deben opinar sobre los logros supuestamente obtenidos.
Pero, lo que es aún más grave, todos, tirios y troyanos, enseñan a sus hijos a mentir, porque en el sistema comunista, al revés de lo que asegura la Biblia, la verdad no nos hace libres, sino nos lleva directamente a la cárcel. Sólo que esa atmósfera de falsedades -que en Cuba llaman de “doble moral”, o de “moral de la yagruma”, una hoja que tiene dos caras de distintos colores- se transforma en una fuente del cinismo más descarnado y destructor, terrible medio para la creación de riquezas, como revela una frase que se oía en todas las sociedades regidas por el comunismo: “Ellos (el Estado) simulan pagarnos; nosotros, a cambio, simulamos trabajar”.
9. La desaparición de la tensión competitiva
De forma tal vez previsible, un modelo de organización como el comunismo, que introduce en la sociedad unas artificiales tensiones psicológicas basadas en el miedo y en la permanente incoherencia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, simultáneamente destruye una tensión natural que contribuye a la mejora de la especie: la urgencia por competir.
En efecto, los seres humanos tienden a competir en prácticamente todos los ámbitos de la convivencia. Desde el simple intercambio de criterios entre varias personas, muy estudiado por la dinámica de grupos, en donde inconscientemente todos procuran establecer y colocarse dentro de una cierta jerarquía, hasta las competiciones deportivas, en las que resulta obvia la búsqueda del triunfo, las mujeres y los hombres luchan por destacarse y escalar posiciones de avanzada.
Desgraciadamente, dentro del sistema comunista, donde las únicas instituciones que existen son las diseñadas artificialmente por el Partido y donde las iniciativas que se permiten son sólo las que emanan de la cúpula dirigente, los individuos creativos son casi siempre marginados y no encuentran campo para desarrollar sus sueños y proyectos. Los “héroes” y “capitanes de industria”, como les llamaba Thomas Carlyle, impelidos por la naturaleza para llevar a cabo impetuosas hazañas sociales, están prohibidos, son perseguidos o se les extirpa cruelmente de la vida pública si consiguen hacerse peligrosamente visibles.
Es muy probable que en países como la URSS o Checoslovaquia, donde había un alto nivel educativo, existieran personas como William Schockley, uno de los creadores del transistor, o jóvenes inquietos como Steven Jobs, padre del computador personal Apple, pero ¿cómo las buenas ideas se transforman en acciones concretas en sistemas sociales cerrados, guiados por dogmas infalibles y administrados por burocracias políticas, ciegas y sordas ante cualquier iniciativa novedosa?
El éxito aplastante de sociedades como la norteamericana, comparadas con las comunistas, se debe, en gran medida, a las inmensas posibilidades de actuación que tienen los individuos creativos donde existen libertades individuales e instituciones que favorecen el talento excepcional. Es muy notable que un genio como Thomas Alva Edison haya patentado más de mil inventos, entre ellos la bombilla de luz eléctrica, o que un estudiante llamado Bill Gates haya creado un software ingenioso para ser utilizado como sistema operativo en las computadoras, pero tan admirable como la obra de estas personas es que vivían en sociedades que potenciaban el paso vertiginoso de la idea al artefacto y del artefacto a la empresa.
Edison no sólo inventó la bombilla: además creó la empresa para distribuir la electricidad y cobrar por el servicio. Gates no sólo perfeccionó el lenguaje Basic y le dio un destino concreto como pieza clave de las computadoras personales: también, en un humilde garaje y ayudado por cuatro amigos, creó una empresa, Microsoft, que en veinte años estaría entre las mayores del planeta. De haber nacido ambos en el mundo comunista, lo probable es que la creatividad y energía que los impulsaba a trabajar, competir y triunfar se hubiera disuelto lentamente bajo el peso letal de un sistema concebido para destruir casi cualquier iniciativa espontáneamente surgida en su seno.
10. La necesidad de libertad
A esta represión del espíritu de competencia hay que agregar la fatal supresión de las libertades implícita en toda forma de organización social montada sobre la existencia de dogmas inapelables, como sucede con la escolástica marxista.
¿Por qué recurrir a la expresión “escolástica marxista”? Porque en el marxismo, como en el método escolástico medieval, las verdades ya son conocidas, y aparecen consignadas en los libros sagrados de la secta escritos por las autoridades. En el marxismo lo único que les es dable a las personas, especialmente si ocupan puestos destacados, es confirmar la sagacidad de las autoridades con ridículos ditirambos como “Gran timonel”, “Máximo líder”, “Querido líder”, “Padre de la patria”, muestras todas de las formas más degradadas de culto a la personalidad.
Pero sucede que la libertad para informarse, examinar la realidad y proponer cursos de acción no es un lujo espiritual prescindible, sino una de las causas de la prosperidad en las sociedades modernas. Si hay una definición bastante exacta del hombre es la de “ser que se informa constantemente”. No es una casualidad que el saludo más extendido en la especie humana sea: “¿Qué hay de nuevo?”. ¿Por qué? Porque el rasgo característico de la especie es la permanente transformación del medio en el que vive, y eso significa un cambio constante en los peligros que acechan y en las oportunidades que surgen.
Tenían razón, pues, Yakovlev y Gorbachov cuando pensaban que la libertad para intercambiar información sin miedo -la glasnost- era el camino para aliviar los enormes problemas de la URSS, pero se equivocaron al creer que el sistema comunista era reformable. No lo era, como finalmente me admitió Yakovlev, porque contrariaba la naturaleza humana. Eso lo condenaba al fracaso.
IV. Epílogo
Sólo que la evidencia no es suficiente para convencer a cierta gente de la inviabilidad del comunismo. Un profesor y amigo me contaba que había acudido a un país latinoamericano para dictar una conferencia sobre el fin del marxismo; a las puertas de la universidad lo esperaba una elocuente pancarta: “Marx ha muerto: ¡viva Trotski!”.
Y así es: decenas de fracasos en otros tantos países y en diversas circunstancias, contemplados a lo largo de muchas décadas, no han bastado para convencer a algunas personas indiferentes a la realidad. ¿Por qué? Tal vez porque el marxismo, aunque falso, aporta un diagnóstico sencillo, elemental y comprensible de los males sociales; un diagnóstico al alcance de cualquier persona, por limitada que sea su educación o por escasa que resulte su capacidad de análisis. Tal vez, porque la disparatada terapia que propone posee esas mismas características. También, porque las utopías, causantes de las mayores catástrofes de la historia, son siempre seductoras para un porcentaje de la sociedad que prefiere delirar a observar y reflexionar.
Sin embargo, el hecho de que algunas personas insistan en un error no es una forma indirecta de validarlo. Es, simplemente, una muestra de terquedad irracional, de la que hay otros miles de ejemplos en la historia.
En todo caso, no olvido una triste observación que me hizo Yuri Kariakin, marxista en sus años mozos y demócrata en su vejez, mientras esperábamos a Yakovlev: “¡Qué raro y desproporcionado es el marxismo! Durante nuestra juventud -me dijo-, en pocos días nos llenamos la cabeza de porquerías e insensateces ideológicas, pero luego nos toma muchos años sacarlas del cerebro”.
Hay gente que no lo consigue nunca.

George Orwell (GER)


Novelista y crítico británico, seudónimo de Eric Arthur Blair; n. en Motihari (Bengala) el 25 jun. 1903. Educado en Inglaterra (Eton College), y oficial de policía en Birmania durante cinco años, vive después en París y Londres en condiciones de gran pobreza, experiencia que recoge en su primera obra, autobiográfica, Down and out in Paris and London (Por París y Londres), 1933. En los años siguientes trabaja en Inglaterra de granjero, librero y maestro de escuela, y escribe una serie de novelas y narraciones que definen su personalidad literaria: en 1935, Burmesse Days (La Marca) y A Clergyman's Daugther (La hija de un pastor); en 1936, Keep the Aspidistra Flying (Los desplazados); en 1937, The Road lo Wigan Pier (El camino al muelle de Wigan). En ellas analiza la situación social de su tiempo, el paro, la miseria, el egoísmo de las clases altas, la incapacidad de los políticos para remediar la situación. De los escritores de su generación, a los que critica duramente (especialmente a los de izquierdas, alegando que su actitud política es pura farsa), se diferencia en que se aviene a vivir deliberadamente en las condiciones de pobreza que describe.
En 1937 va a Barcelona a luchar en la guerra civil española, afiliándose al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), formado en parte por anarquistas y que fue liquidado por los comunistas. Herido cerca de Huesca; recoge sus experiencias y desilusión del comunismo en sus obras Homage lo Catalonia (1938), y Animal Farm (Rebelión en la Granja), 1945; esta última novela es una crítica feroz del sistema stalinista. En 1949 aparece Nineteen Erghty-Four (Mil novecientos ochenta y cuatro), visión apocalíptica de un mundo baldío dominado por la técnica. Corresponsal de The Observer en Francia y Alemania, colaborador de The Tríbune, m. en Londres el 21 en. 1950. Figura compleja y contradictoria, fustiga el capitalismo, pacifismo, espiritualismo y la servidumbre al Estado, mostrándose, a la vez, muy conservador en numerosos artículos, así como en sus ideas literarias, recogidas en Critical Essays (Ensayos críticos), 1946, y Shooting an Elephant (Cazando un Elefante), ensayo de 1950.
SOFIA MARTÍN-GAMERO.
BIBL.: J. MOLINA, La novela utópica inglesa. T. Moro, Swilt, Huxley, Orwell, Madrid 1967; T. HOPKINSON, George Orweil, Londres 1965; CH. HOLLIS, A Study o/ George Orwell, Londres 1956; B. T. OXLEY, George Onvell, Londres 1967.