lunes, 7 de marzo de 2011

Divina comedia / Purgatorio / Canto 8


Te lucis ante terminum,
rerum Creator, poscimus,
ut solita clementia,
sis praesul ad custodiam.

Procul recedant somnia,
et noctium phantasmata:
hostemque nostrum comprime,
ne polluantur corpora.

Praesta, Pater omnipotens,
per Iesum Christum Dominum,
qui tecum in perpetuum
regnat cum Sancto Spiritu.

Amen.

La existencia de los ángeles, verdad de fe
328 La existencia de seres espirituales, no corporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.
Quiénes son los ángeles
329 San Agustín dice respecto a ellos: Angelus officii nomen est, non naturae. Quaeris nomen huius naturae, spiritus est; quaeris officium, angelus est: ex eo quod est, spiritus est, ex eo quod agit, angelus ("El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel") (Enarratio in Psalmum, 103, 1, 15). Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan "constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18, 10), son "agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra" (Sal 103, 20).
330 En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf Pío XII, enc. Humani generis: DS 3891) e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Dn 10, 9-12).
Cristo "con todos sus ángeles"
331 Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles..." (Mt 25, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para Él: "Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él" (Col 1, 16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: "¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?" (Hb 1, 14).
332 Desde la creación (cf Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados "hijos de Dios") y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf Gn 3, 24), protegen a Lot (cf Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf Gn 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cf Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf Jc 13) y vocaciones (cf Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cf 1 R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el del mismo Jesús (cf Lc 1, 11.26).
333 De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: "adórenle todos los ángeles de Dios"» (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: "Gloria a Dios..." (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), le sirven en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando Él habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes "evangelizan" (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31 ; Lc 12, 8-9).
Los ángeles en la vida de la Iglesia
334 De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf Hch 5, 18-20; 8, 26-29; 10, 3-8; 12, 6-11; 27, 23-25).
335 En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cf Misal Romano, "Sanctus"); invoca su asistencia (así en el «Supplices te rogamus...» [«Te pedimos humildemente...»] del Canon romano o el «In Paradisum deducant te angeli...» [«Al Paraíso te lleven los ángeles...»] de la liturgia de difuntos, o también en el "himno querúbico" de la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (san Miguel, san Gabriel, san Rafael, los ángeles custodios).
336 Desde su comienzo (cf Mt 18, 10) hasta la muerte (cf Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cf Sal 34, 8; 91, 10-13) y de su intercesión (cf Jb 33, 23-24; Za 1,12; Tb 12, 12). "Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida" (San Basilio Magno, Adversus Eunomium, 3, 1: PG 29, 656B). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.

¿Qué son las tres antorchas y las cuatro estrellas?

Divina comedia / Purgatorio / Canto 7

Verso 34: ¿Cuáles son las tres santas virtudes?

Divina comedia / Purgatorio / Canto 6

¿Cuál es el motor de las penas del purgatorio?


Comparar el lamento por Italia de Dante con el elogio de Italia de Virgilio: Georgicas II, 136-176. (Traducción: Eugenio de Ochoa).

Pero ni las selvas de los medos, riquísima tierra, ni el hermoso Ganges, ni el Hermo que enturbian sus arenas de oro, disputen loores a Italia, ni la Bactriana, ni la India, ni la Pancaia entera, abundante en arenas, que arrastran incienso. Nunca revolvieron estas tierras toros de ígneo aliento, sembrados en ellas los dientes de una horrenda hidra, ni las erizó una mies de guerreros con yelmos y apretadas lanzas; pero están llenas de fecundos trigos y del másico humor de Baco, poseen olivos y pingües ganados. De aquí se lanza por los campos el guerreador caballo con la frente erguida; muchas veces desde aquí, ¡oh Clitumno!, blancas reses y el toro, la mayor de las víctimas, esparcidos por las márgenes de tu sagrado río, condujeron a los templos de los dioses los triunfos romanos. Aquí la primavera es continua, y hasta el invierno es un verano; dos veces al año hay crías nuevas; los árboles dan dos cosechas. No habitan aquí rabiosos tigres ni la raza feroz de los leones, ni hay venenos que engañen a los míseros que van a coger hierbas, ni la escamosa serpiente arrastra por el suelo sus inmensas roscas, ni se recoge en larga espiral. Añade a esto tantas egregias ciudades, el gran trabajo de las obras, tantas fortalezas fabricadas por la mano del hombre en las escarpadas rocas y los grandes ríos que se deslizan al pie de nuestros antiguos muros. ¿Haré memoria de los dos mares que nos rodean, uno al Oriente, otro al Ocaso, y de vosotros, grandes lagos, ¡oh Laro y oh Benaco!, que te agitas con oleadas y estrépito propios de un mar? ¿Recordaré los puertos y diques del lago Lucrino, y el agua que ruge indignada con grandes clamores, allí donde las ondas del puerto Julio atruenan a lo lejos el rechazado Ponto, y donde el mar Tirreno se precipita en los estrechos del Averno? También esta tierra muestra en sus venas ríos de plata y cobre, y arrastra raudales de oro; cría un indomable linaje de hombres, los Marsos, la juventud Sabélica, los Ligures sufridos y los Volscos armados de dardos; produce los Decios, los Marios y los grandes Camilos; los Escipiones, duros guerreros, y te produjo a ti, ¡oh Cesar, más grande que todos ellos; a ti, que vencedor ya ahora en los últimos términos del Asia, apartas de los romanos campamentos al indio imbele...! ¡Salve, tierra de Saturno, gran madre de ricas mieses, gran madre de héroes!; por ti acometo renovar el antiguo loor de la agricultura, por ti oso abrir las sagradas fuentes y cantar a las ciudades romanas los versos del poeta Ascreo.

¿Qué parte del imperio es Italia, según Dante?

Divina comedia / Purgatorio / Canto 5

versos 10-18: ¿Qué actitud está inculcando aquí Virgilio en Dante?

verso 24:


SALMO 51
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Cuando el profeta Natán lo visitó, después que aquel se había unido a Betsabé.
3 ¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
4 ¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
5 Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
6 Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
8 Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
9 Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
10 Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
12 Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
13 No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
15 yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
16 ¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
17 Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18 Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
19 mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
20 Trata bien a Sión por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén,
21 Entonces aceptarás los sacrificios rituales
–las oblaciones y los holocaustos–
y se ofrecerán novillos en tu altar.

verso 57: ¿Qué tipo de pena es esta del purgatorio?
verso 75: Antenor. Eneida I,


Anténor, escapando de entre los aqueos, pudo llegar
a los golfos de Iliria y entrar a salvo en el reino
de los liburnos y superar las fuentes del Timavo,
de donde entre el vasto rugido de los montes por nueve bocas                                              245
baja mar desatado y golpea los campos con sonoro piélago.
Pudo por fin fundar la ciudad de Pátavo y las sedes
de los teucros y dio un nombre a su pueblo y de Troya las armas
clavó; ahora descansa acomodado en plácido reposo.

domingo, 6 de marzo de 2011

Divina comedia / Purgatorio / Canto 1


1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.


1 Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.


Comencemos nuestro canto por las Musas Heliconíadas, que habitan la montaña grande y divina del Helicón. Con sus pies delicados danzan en torno a una fuente de violáceos reflejos y al altar del muy poderoso Cronión. Después de lavar su piel suave en las aguas del Permeso, en la Fuente del Caballo o en el divino Olmeo, forman bellos y deliciosos coros en la cumbre del Helicón y se cimbrean vivamente sobre sus pies. Partiendo de allí, envueltas en densa niebla marchan al abrigo de la noche, lanzando al viento su maravillosa voz, con himnos a Zeus portador de la égida, a la augusta Hera argiva calzada con doradas sandalias, a la hija de Zeus portador de la égida, Atenea de ojos glaucos, a Febo Apolo y a la asaeteadora Ártemis, a Poseidón que abarca y sacude la tierra, a la venerable Temis, a Afrodita de ojos vivos, a Hebe de áurea corona, a la bella Dione a Eos al alto Helios y a la brillante Selene, a Leto, a Jápeto, a Cronos de retorcida mente, a Gea, al espacioso Océano, a la negra Noche y a la restante estirpe sagrada de sempiternos Inmortales. Ellas precisamente enseñaron una vez a Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino Helicón. Este mensaje a mi en primer lugar me dirigieron las diosas, las Musas Olímpicas, hijas de Zeus portador de la égida: "¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad." Así dijeron las hijas bienhabladas del poderoso Zeus. Y me dieron un cetro después de cortar una admirable rama de florido laurel. Me infundieron voz divina para celebrar el futuro y el pasado y me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices Sempiternos y cantarles siempre a ellas mismas al principio y al final. Mas, ¿a qué me detengo con esto en torno a la encina o la roca?

Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya
llegó el primero a Italia prófugo por el hado y a las playas
lavinias, sacudido por mar y por tierra por la violencia
de los dioses a causa de la ira obstinada de la cruel Juno,
tras mucho sufrir también en la guerra, hasta que fundó la ciudad
y trajo sus dioses al Lacio; de ahí el pueblo latino
y los padres albanos y de la alta Roma las murallas.
Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen
o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas
empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente
a tanta fatiga. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?

Divina comedia / Purgatorio / Canto 2


III. La purificación final o purgatorio
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).

miércoles, 2 de marzo de 2011

Divina comedia / Infierno / Canto 29

La peste de Egina

    Éaco gimió hondo y con triste voz así hablando:


«A un luctuoso principio una mejor fortuna ha seguido.


Ésta ojalá pudiera a vosotros remembraros sin aquél.  520

Por su orden ahora lo recordaré y para no con un largo rodeo deteneros:


huesos y cenizas yacen los que con memorativa mente echas de menos,


y cuánta parte, ellos, del estado mío, perecieron.


    Una siniestra peste por la ira injusta de Juno sobre estos pueblos


cayó, al odiar ella, dichas por su rival, estas tierras.  525

Mientras pareció mortal la desgracia y de tan gran calamidad


se escondía la causa dañina, combatióse con el arte médica;


la perdición superaba al remedio, que vencido yacía.


Al principio el cielo una espesa bruma sobre las tierras


puso y unos perezosos ardores encerró entre esas nubes,  530

y mientras cuatro veces juntando sus cuernos completó su círculo


la Luna, cuatro veces su pleno círculo, atenuándose, destejió,


con mortíferos ardores soplaron los calientes austros.


Consta que también hasta los manantiales el daño llegó, y los lagos,


y muchos miles de serpientes por los incultivados campos  535

vagaron y con sus venenos los ríos profanaron.


En el estrago de los perros primero, y de las aves y ovejas y bueyes


y entre las fieras, de la súbita enfermedad se captó la potencia.


De que caigan el infeliz labrador se maravilla, vigorosos,


entre la labor, los toros, y en mitad se tumben del surco.  540

De las lanadas greyes, balidos dando dolientes,


por sí mismas las lanas caen y sus cuerpos se consumen.


El acre caballo un día y de gran fama en el polvo,


desmerece de sus palmas, y de sus viejos honores olvidado


junto al pesebre gime a punto de morir de enfermedad inerte;  545

no el jabalí de su ira se acuerda, no de confiar en su carrera


la cierva, ni contra los fuertes ganados de correr los osos.


Todo el languor lo posee y en las espesuras y campos y caminos


cuerpos feos yacen y vician con sus olores las auras.


Maravillas diré: no los perros y las ávidas aves,  550

no los canos lobos a ellos los tocaron; caídos se licuecen


y con su aflato dañan y llevan sus contagios a lo ancho.


    «Llega a los pobres colonos con daño más grave


la peste y en las murallas señorea de la gran ciudad.


Las vísceras se queman a lo primero, y de la llama escondida  555

indicio el rubor es y el producido anhélito.


Áspera la lengua se hincha, y por esos tibios vientos árida


la boca se abre, y auras graves se reciben por la comisura.


No la cama, no ropas soportarse algunas pueden,


sino en la dura tierra ponen sus torsos, y no se vuelve  560

el cuerpo de la tierra helado, sino la tierra de ese cuerpo hierve,


y moderador no hay, y entre los mismos que la medican salvaje


irrumpe la calamidad, y en contra están de sus autores sus artes.


Cuanto más cercano alguien está y sirve más fielmente a un enfermo,


al partido de la muerte más pronto llega, y cuando de salvación  565

la esperanza se ha ido y el fin ven en el funeral de la enfermedad,


ceden a sus ánimos y ninguna por qué sea útil su preocupación es,


pues útil nada es. Por todos lados, dejado el pudor,


a los manantiales y ríos y pozos espaciosos se aferran


y no la sed es extinguida antes que su vida al beber;  570

de ahí, pesados, muchos no pueden levantarse y dentro de las mismas


aguas mueren; alguno aun así toma también de ellas.


Y, tan grande es para los desgraciados el hastío del odiado lecho,


de él saltan, o si les prohíben sostenerse sus fuerzas,


sus cuerpos ruedan a tierra y huye de los penates  575

cada uno suyos, y a cada uno su casa funesta le parece,


y puesto que la causa está oculta, su lugar pequeño está bajo acusación.


Medio muertos errar por las calles, mientras estar de pie podían,


los vieras, llorando a otros y en tierra yacentes


y sus agotadas luces volviendo en su supremo movimiento,  580

y sus miembros a las estrellas tienden del suspendido cielo,


por aquí y allá, donde la muerte los sorprendiera, expirando.


    Cuánto yo entonces ánimo tuve, o cuánto debí de tener,


que la vida odiara y deseara parte ser de los míos.


Adonde quiera que la mirada de mis ojos se volvía, por allí  585

gente había tendida, como cuando las pútridas frutas


caen al moverse sus ramas y al agitarse su encina las bellotas.


Unos templos ves enfrente, sublimes con sus peldaños largos


-Júpiter los tiene-: ¿quién no a los altares esos


defraudados inciensos dio? ¿Cuántas veces por un cónyuge su cónyuge,  590

por su nacido el genitor, mientras palabras suplicantes dice,


en esas no exorables aras su vida terminó,


y en su mano del incienso parte, no consumida, encontrada fue?


¿Llevados cuántas veces a los templos, mientras los votos el sacerdote


concibe y derrama puro entre sus cuernos vino,  595

de una no esperada herida cayeron los toros?


Yo mismo, sus sacrificios a Júpiter por mí, mi patria y mis tres


nacidos cuando hacía, mugidos siniestros la víctima


dejó escapar, y, súbitamente derrumbándose sin golpes algunos,


de su exigua sangre tiñó, puestos bajo ella, los cuchillos.  600

Sus entrañas también enfermas las señas de la verdad y las advertencias de los dioses


habían perdido: tristes penetran hasta las vísceras las enfermedades.


Delante de los sagrados postes vi arrojados cadáveres,


delante de las mismas -para que la muerte trajera más inquina- aras.


Parte su aliento con el lazo cierran y de la muerte el temor  605

con la muerte ahuyentan y voluntariamente llaman a unos hados que se acercan.


Los cuerpos enviados a la muerte en ningún funeral, como de costumbre,


se llevan, pues tampoco abarcaban los funerales las puertas;


o no sepultados pesan sobre las tierras o son dados a las altas


piras, no dotados. Y ya reverencia ninguna hay  610

y acerca de las piras pelean y en ajenos fuegos arden.


Quienes les lloren no hay, y no lloradas vagan


de los nacidos y hombres las ánimas, y de jóvenes y viejos,


y ni lugar para los túmulos, ni bastante árbol hay para los fuegos.


    Atónito por tan gran torbellino de desgraciadas cosas:  615

«Júpiter, oh», dije, «si que tú, relatos no falsos


cuentan, a los abrazos de Egina, la Esópide, fuiste,


ni tú, gran padre, nuestro padre te avergüenzas de ser,


o a mí devuelve a los míos, o a mí también guárdame en el sepulcro».


Él una señal con el relámpago dio, y el trueno siguiente.  620

«Los acojo y sean éstos, te ruego, felices signos


de la mente tuya», dije; «el presagio que me das tomo por prenda».


Por acaso había allí junto, de anchurosas ramas ralísima,


consagrada a Júpiter, una encina de simiente de Dodona.


Aquí nos unas recolectoras observamos, en fila larga,  625

una gran carga en su exigua boca, unas hormigas, llevando,


que por la rugosa corteza preservaban su calle.


Mientras su número admiro: «Otros tantos, padre óptimo», dije,


«tú a mí dame, y estas vacías murallas suple».


Se estremeció y, sus ramas moviéndose sin brisa, un sonido  630

la alta encina dio: de pavoroso temor el cuerpo mío


se estremeció y erizado tenía el pelo; aun así, besos a la tierra


y a los robles di, y que yo tenía esperanzas no confesaba;


tenía esperanzas, aun así, y con mi ánimo mis votos alentaba.


La noche llega y, hostigados por las inquietudes, de los cuerpos el sueño  635

se apodera: ante mis ojos la misma encina a mí que estaba,


y que prometía lo mismo, y los mismos animales en las ramas


suyas llevaba, me pareció, y que parejamente temblaba con aquel movimiento,


y que la recolectora fila esparcía en sus subyacentes campos;


que crece de súbito, y mayor y mayor parece,  640

y se levanta en la tierra y en un recto tronco se asienta


y su delgadez y su número de pies y negro color


depone y que la humana forma a su miembros introduce.


    El sueño se va. Condeno despierto mis propias visiones y me lamento


de que en los altísimos de ayuda no haya nada; mas en las estancias un ingente  645

murmullo había y voces de hombres oír me parecía,


ya para mí desacostumbradas. Mientras sospecho que ellas también del sueño


son, viene Telamón presto y, abriéndose las puertas:


«Que la esperanza y la fe, padre», dijo, «cosas mayores verás.


Sal». Salgo y, cuales en la imagen del sueño  650

me pareció haber visto unos hombres, por su orden tales


los contemplo y reconozco: se acercan y a su rey saludan.


Mis votos a Júpiter cumplo y a estos pueblos recientes la ciudad


reparto y, vacíos de sus primitivos cultivadores, los campos,


y mirmidones los llamo, y de su origen sus nombres no privo.  655

Sus cuerpos has visto; sus costumbres, las que antes tenían,


ahora también tienen: parca su raza es y sufridora de fatigas


y de su ganancia tenaz y que lo ganado conserve.


Éstos a ti a tus guerras, parejos en años y ánimos, te seguirán,


tan pronto como el que a ti felizmente te ha traído, el euro»  660

-pues el euro le había traído- «háyase mutado en austros».

Divina Comedia / Infierno / Canto XXVI

Divina Comedia / Infierno / Canto XXV

Cadmo y Harmonía

    Desconoce el Agenórida que su nacida y su pequeño nieto


de la superficie son dioses; por el luto y la sucesión de sus males


vencido, y por los ostentos que numerosos había visto, sale,  565

su fundador, de la ciudad suya, como si la fortuna de esos lugares,


no la suya lo empujara, y por su largo vagar llevado,


alcanza las ilíricas fronteras con su prófuga esposa.


Y ya de males y de años cargados, mientras los primeros hados


coligen de su casa, y repasan en su conversación sus sufrimientos:  570

«¿Y si sagrada aquella serpiente atravesada por mi cúspide»,


Cadmo dice, «fuera, entonces, cuando de Sidón saliendo


sus vipéreos dientes esparcí por la tierra, novedosas simientes?


A la cual, si el celo de los dioses con tan certera ira vindica,


yo mismo, lo suplico, como serpiente sobre mi largo vientre me extienda»,  575

dijo, y como serpiente sobre su largo vientre se tiende


y a su endurecida piel que escamas le crecen siente


y que su negro cuerpo se variega con azules gotas


y sobre su pecho cae de bruces, y reunidas en una sola,


poco a poco se atenúan en una redondeada punta sus piernas.  580

Los brazos ya le restan: los que le restan, los brazos tiende


y con lágrimas por su todavía humana cara manando:


«Acércate, oh, esposa, acércate, tristísima», dijo,


«y mientras algo queda de mí, me toca, y mi mano


coge, mientras mano es, mientras no todo lo ocupa la serpiente».  585

Él sin duda quiere más decir, pero su lengua de repente


en partes se hendió dos, y no las palabras al que habla


abastan, y cuantas veces se dispone a decir lamentos


silba: esa voz a él su naturaleza le ha dejado.


Sus desnudos pechos con la mano hiriendo exclama la esposa:  590

«Cadmo, espera, desdichado, y despójate de estos prodigios.


Cadmo, ¿Qué esto, dónde tu pie, dónde están tus brazos y manos


y tu color y tu faz y, mientras hablo, todo? ¿Por qué no


a mí también, celestes, en la misma sierpe me tornáis?».


Había dicho, él de su esposa lamía la cara,  595

y a sus senos queridos, como si los reconociera, iba,


y le daba abrazos y su acostumbrado cuello buscaba.


Todo el que está presente -estaban presentes los cortesanos- se aterra; mas ella


los lúbricos cuellos acaricia del crestado reptil


y súbitamente dos son y, junta su espiral, serpean,  600

hasta que de un vecino bosque a las guaridas llegaron.


Ahora también, ni huyen del hombre ni de herida le hieren,


y qué antes habían sido recuerdan, plácidos, los reptiles.


Aretusa

    Demanda la nutricia Ceres, tranquila por su nacida recuperada,


cuál la causa de tu huida, por qué seas, Aretusa, un sagrado manantial.


Callaron las ondas, de cuyo alto manantial la diosa levantó


su cabeza y sus verdes cabellos con la mano secando  575

del caudal Eleo narró los viejos amores.


«Parte yo de las ninfas que hay en la Acaide», dijo,


«una fui: y no que yo con más celo otra los sotos


repasaba ni ponía con más celo otra las mallas.


Pero aunque de mi hermosura nunca yo fama busqué,  580

aunque fuerte era, de hermosa nombre tenía,


y no mi faz a mí, demasiado alabada, me agradaba,


y de la que otras gozar suelen, yo, rústica, de la dote


de mi cuerpo me sonrojaba y un delito el gustar consideraba.


Cansada regresaba, recuerdo, de la estinfálide espesura.  585

Hacía calor y la fatiga duplicaba el gran calor.


Encuentro sin un remolino unas aguas, sin un murmullo pasando,


perspicuas hasta su suelo, a través de las que computable, a lo hondo,


cada guijarro era: cuales tú apenas que pasaban creerías.


Canos sauces daban, y nutrido el álamo por su onda,  590

espontáneamente nacidas sombras a sus riberas inclinadas.


Me acerqué y primero del pie las plantas mojé,


hasta la corva luego, y no con ello contenta, me desciño


y mis suaves vestiduras impongo a un sauce curvo


y desnuda me sumerjo en las aguas. Las cuales, mientras las hiero y traigo,  595

de mil modos deslizándome y mis extendidos brazos lanzo,


no sé qué murmullo sentí en mitad del abismo


y aterrada me puse de pie en la más cercana margen del manantial.


«¿A dónde te apresuras, Aretusa?», el Alfeo desde sus ondas,


«¿A dónde te apresuras?», de nuevo con su ronca boca me había dicho.  600

Tal como estaba huyo sin mis vestidos: la otra ribera


los vestidos míos tenía. Tanto más me acosa y arde,


y porque desnuda estaba le parecí más dispuesta para él.


Así yo corría, así a mí el fiero aquel me apremiaba


como huir al azor, su pluma temblorosa, las palomas,  605

como suele el azor urgir a las trémulas palomas.


Hasta cerca de Orcómeno y de Psófide y del Cilene


y los menalios senos y el helado Erimanto y la Élide


correr aguanté, y no que yo más veloz él.


Pero tolerar más tiempo las carreras yo, en fuerzas desigual,  610

no podía; capaz de soportar era él un largo esfuerzo.


Aun así, también por llanos, por montes cubiertos de árbol,


por rocas incluso y peñas, y por donde camino alguno había, corrí.


El sol estaba a la espalda. Vi preceder, larga,


ante mis pies su sombra si no es que mi temor aquello veía,  615

pero con seguridad el sonido de sus pies me aterraba y el ingente


anhélito de su boca soplaba mis cintas del pelo.


Fatigada por el esfuerzo de la huida: «Ayúdame: préndese», digo,


«a la armera, Diana, tuya, a la que muchas veces diste


a llevar tus arcos y metidas en tu aljaba las flechas».  620

Conmovida la diosa fue, y de entre las espesas nubes cogiendo una,


de mí encima la echó: lustra a la que por tal calina estaba cubierta


el caudal y en su ignorancia alrededor de la hueca nube busca,


dos veces el lugar en donde la diosa me había tapado sin él saberlo rodea


y dos veces: «Io Aretusa, io Aretusa», me llamó.  625

¿Cuánto ánimo entonces el mío, triste de mí, fue? ¿No el que una cordera puede tener


que a los lobos oye alrededor de los establos altos bramando,


o el de la liebre que en la zarza escondida las hostiles bocas


divisa de los perros y no se atreve a dar a su cuerpo ningún movimiento?


No, aun así, se marchó, y puesto que huellas no divisa  630

más lejos ningunas de pie, vigila la nube y su lugar.


Se apodera de los asediados miembros míos un sudor frío


y azules caen gotas de todo mi cuerpo,


y por donde quiera que el pie movía mana un lago, y de mis cabellos


rocío cae y más rápido que ahora los hechos a ti recuento  635

en licores me muto. Pero entonces reconoce sus amadas


aguas el caudal, y depuesto el rostro que había tomado de hombre


se torna en sus propias ondas para unirse a mí.


La Delia quebró la tierra, y en ciegas cavernas yo sumergida,


soy transportada a Ortigia, la cual a mí, por el cognomen de la divina  640

mía grata, hacia las superiores auras la primera me sacó».