viernes, 9 de marzo de 2012

Blas Pascal en la enciclopedia GER


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Datos biográficos. Formación. Científico y pensador francés, brillante y profundo; n. en Clermont-Ferrand (Auvernia) el 19 jun. 1623, y m. el 19 ag. 1662. Educado desde la infancia en un ambiente intelectual intenso -el padre se consagró casi por entero a su formación, aunque dejándole amplio margen a su propia iniciativa-, hacia los 12 años escribe un tratado de los sonidos y redescubre hasta la proposición 32 de la geometría euclidiana. Profundiza en la Matemática y en la Física, escribe un ensayo sobre las secciones cónicas, idea una máquina aritmética y, sin abandonar la investigación científica, su pensamiento deriva hacia la teología y la moral.
      Su salud se resiente muy pronto. A los 24 años llega enfermo a París, donde conoce a Descartes (v.). Su actitud filosófica va a distar mucho de la cartesiana. En 1652 escribe el Discurso sobre las pasiones del amor. En 1654 se agudiza en P. el tedio respecto del mundo y frecuenta la abadía de Port-Royal (v.), donde se confía a su hermana, y va imprimiendo a su vida una creciente austeridad: él se lamenta de una dureza de corazón que no logran ablandar las mortificaciones. La noche del 23 de noviembre de aquel año es la de su «conversión»: en el memorial donde registra esta efusión de la gracia subraya el, encuentro, no con el Dios de los filósofos, sino con el de Abraham, Isaac y Jacob, y con Jesucristo. En los comienzos del año 1655 se retira a Port-Royal.
      El jansenismo de Port-Royal marca sin duda una etapa en la evolución de aquella vida filosófica (v. JANSENIO Y JANSENISMO). Su mentalidad científica precoz había ido trocándose en una profunda preocupación por la problemática humana, y el clima jansenista en que se desarrolla su crisis religiosa únese a las huellas que en él habían dejado el Manual de Epicteto (v. ESTOICOS, 3) y los Ensayos de Montaigne (v.). Huellas, éstas, muy dispares: advierte Guardini que, si bien P. denuncia la doctrina estoica como orgullosa e inhumana, en el fondo está combatiendo algo que vive muy arraigado en su interior; en cuanto a los Ensayos, es interesante ver cómo un mismo pensamiento, al pasar de la mente de Montaigne a la de P., recibe otro peso y otra hondura, y ofrece una dinámica y un patetismo nuevos.

      Dios y el hombre. Por su temprana muerte, su precaria salud y su modo de pensar, gran parte de la obra de P. es puro esbozo fragmentario, aunque muy denso. Los Pensamientos no constituyen ni intentaban constituir un libro, ni siquiera una colección de máximas seleccionadas. Son, como observa Zubiri, «las notas sueltas que iba acumulando para escribir una apología del cristianismo, y tal vez una filosofía anticartesiana. De ahí el carácter, no sólo fragmentario, sino indeterminado, de casi todos los pensamientos. En rigor, pues, lo opuesto a un aforismo». Lo cual no ha impedido que sigan tomándose dichos fragmentos como sentencias definitivas.
      P. ha vivido como pocos la problematicidad del pensamiento. Lo que en Descartes (v.) era duda metódica, en él es casi contradicción íntima y angustia. Es radicalmente un hombre religioso que busca y necesita del Dios vivo. La indiferencia o la neutralidad respecto de Dios, dice, es la peor injuria que puede hacerle un hombre. El conocimiento de Dios y el conocimiento de sí mismo se ayudan mutuamente: según reconocemos la propia miseria e iniquidad, conocemos a Dios; conforme conocemos a Dios, mediante Cristo, vamos penetrando en el sentido de nuestra vida y nuestra muerte. El Dios de P. no es tanto el autor de las verdades geométricas y lógicas y del orden de los elementos, sino el Dios que le hace sentir al hombre su indigencia y que al propio tiempo le llena el alma de esperanza, hasta hacernos incapaces de otro fin y de otro anhelo que el radicado en Dios mismo.
      Cuando insta a optar por la consideración de Dios, con todas sus consecuencias, no trata de formular un nuevo argumento, sino de adentrar al hombre por un camino que va a llevarle a la verdad irrefragable. Porque la experiencia interior, advierte, nos aclara incomparablemente mejor que cualquier dialéctica las cuestiones planteadas entre la razón y la fe. Si todo quedara al alcance de nuestra razón, nuestra religión nada tendría de misterioso, de sobrenatural; si nuestra religión chocara con las pautas racionales, sería absurda y ridícula. Importa entonces comprender que no todo es comprensible, que hay realidades allende nuestra comprensión racional, que hay una comprensión más allá de las meras razones. La última etapa de la razón es reconocer el horizonte que la sobrepasa; muy débil de espíritu será quien no lo perciba.
      Subraya la situación crucial del hombre entre la sabiduría y la ignorancia, entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio, y gusta de acentuar los contrastes. Estamos destinados a esclarecer y guardar la verdad, y navegamos en la incertidumbre y el error. Pero lo que importa es tener viva conciencia de este equilibrio inestable y mantener bajo un signo positivo la tensión de espíritu. Uno de sus pensamientos clave es que los afanes del alma no pueden sosegarse con nada que sea menos, que haya de durar menos que ella.
      El «corazón» y el espíritu. Distingue entre el esprit de géométrie y el esprit de finesse, dándoles una valoración peculiar: aquél es el del matemático y el físico; éste es la capacidad de captar en su singularidad la compleja realidad humana con un fino sentido del matiz. Precisamente este esprit de finesse le llevará a superar el jansenismo, dándole a la interiorización ascética un más claro perfil, y a revalorizar en tono agustiniano el corazón.
      «El corazón tiene sus razones, que la razón no alcanza». Pero el corazón no es para P. un complejo de sentimientos irracionales o imprecisos, sino un modo espiritual de valoración profunda, que capta los valores más hondos del hombre y le presta a la verdad sus raíces vitales. La verdad, sin esa participación decisiva del corazón, corre el riesgo de extenuarse. El «corazón» es quien se adentra con prodigiosa sutileza en los arcanos de la revelación allende el mero conocer, allende ciertos principios abstractivos, resecos de puro raciocinio. «C'est le coeur qui sent Dieu, et non la raison». Las pruebas por vía estrictamente racional nos llevan al Dios de los filósofos, al Ser absoluto de la Metafísica, al motor inmóvil de Aristóteles; el corazón supera esas «preuves impuissantes», ofreciéndonos una presencia de Dios en el hontanar mismo del alma, traspasando de amor la certeza. En el corazón confluyen el espíritu y el sentimiento.
      De ahí que, lejos de excluirse el espíritu y la pasión, viven mutuamente condicionados como el amor y la razón, y, conforme el espíritu la depura, la pasión se nos ofrece más nítida y ardiente. El amor (v.) presupone el conocimiento (v.); pero en la raíz misma de nuestra sed de conocer está el amor. P. se mantiene aquí en la línea que parte del eros platónico y pasa por S. Agustín, S. Buenaventura y el Dante: «Amor che nella mente mi raggiona». En modo alguno cabría atribuirle una actitud irracionalista. Eugenio d'Ors denominó la ética pascaliana «la ética de la inteligencia».
      Deslinda insistentemente el espíritu de la materia y lo sobrenatural de lo natural, aunque subraye en el cristiano la compenetración existencial entre la naturaleza y la gracia (v.). De todos los cuerpos reunidos no cabría destilar un solo pensamiento; de todos los cuerpos y espíritus reunidos no se obtendría, sin mediación de la gracia, un impulso de auténtica caridad. De unos hombres a otros, por vivir en planos muy distintos, se abren abismos de incomprensión: para quienes viven consagrados a las cosas del espíritu queda eclipsado el resplandor de las grandezas exteriores; la grandeza de los hombres de espíritu resulta imperceptible para quienes viven según la carne.
      En sus consideraciones sobre el hombre, P. hace hincapié en nuestra dimensión temporal y en los modos de afrontarla. Nunca nos limitamos al tiempo presente; el porvenir nos parece que se retarda, y pugnamos por apresurar su curso, y el pasado quisiéramos detenerlo al evocarlo; erramos por tiempos que no son nuestros; jamás vivimos, sino que esperamos vivir, y, disponiéndonos de continuo a ser felices, nunca llegamos a serlo. Por otra parte, vivimos en una perpetua evasión, pensando en todo menos en lo que deberíamos pensar. Nos consolamos de nuestras miserias divirtiéndonos, y nuestra diversión habitual es la mayor de nuestras miserias. La imaginación nos agranda el instante y nos empequeñece la eternidad, y Dios queda frecuentemente reducido a nuestra exigua medida.
      Ahora bien, con todas sus miserias, el hecho de reconocerse miserable declara la grandeza del hombre muy por encima de las demás criaturas terrenas. Un árbol, un animal, no se sienten desdichados; el hombre, en cambio, se siente infeliz como sujeto de una grandeza perdida o malograda. Esa grandeza ha venido a refugiarse en el pensamiento: desde su pensamiento sigue el hombre siendo señor del mundo y de sí mismo.
      La razón y la justicia. Si la razón caracteriza al hombre, de suerte que el corazón no queda fuera del ámbito racional, atenerse a la razón en su sentido más profundo será la ley fundamental de nuestra conducta. Frente a dos posiciones extremas, la de quienes quisieron ahogar la pasión para convertirse en dioses, y la de quienes pretendieron abdicar de la racionalidad para quedarse en bestias, P. advierte que la razón está ahí siempre denunciando las bajezas y las injusticias, turbando el reposo de cuantos se abandonan a la pasión; pero las pasiones están también ahí vivas, pese al empeño de extirparlas. He ahí la raíz de una inquietud que requiere un incesante esfuerzo por mantenernos en el fiel.
      Reiteradamente considera la inestabilidad y las contradicciones de la justicia humana. Pero ello, lejos de implicar una actitud relativista, en P. es la apelación a la verdadera justicia (v.), eclipsada por nuestras mixtificaciones: costumbres, modas, opiniones, intereses, ambiciones, violencias. «No pudiendo fortalecer la justicia, optaron por justificar la fuerza: era el único modo de que lo justo y lo fuerte coincidiesen». «Porque tiene la fuerza se sigue el parecer de la multitud, no porque represente la razón». En definitiva, él mismo advierte que el espectáculo de las injusticias humanas no es más grave argumento contra la justicia ideal que pueda serlo el espectáculo de nuestras contradicciones y nuestros errores contra la existencia de lo verdadero. Y es lo cierto que aun en el fondo de las mayores injusticias late un sentido de lo justo, que nos lleva a condenar los desórdenes y abusos ajenos y a pretender justificar los propios.
      Inmerso en un clima de controversia teológica, determinado por las corrientes reformadoras, por la Contrarreforma y por el jansenismo, y dejándose llevar de su temperamento extremoso, escribe en el año 1656 las famosas Provinciales. La primera se titula Lettre écrite á un provincial par un de ses amis sur le sujet des disputes présentes de la Sorbonne. A partir de la 11a -las cartas son 18- van dirigidas a los Padres de la Compañía de Jesús, son cada vez más extensas, y acaban en un verdadero tratado. Abundan en ellas los ataques a la moral casuística y las lamentaciones, con más acritud que rigor, sobre cierta supeditación de la teología a la filosofía y de gracia a la naturaleza. El hecho de que escribiera presionado por algunas gentes no basta a eximirle del pecado de ligereza en muchos de sus juicios y de una como actitud inquisitorial respecto de la ortodoxia de los demás, que contrasta con sus propios principios. Quizá este contraste entre sus principios y su carácter fue su cruz. Decía Racine que P. murió de viejo a los 39 años.
      Queda vigente, aparte muchos de sus pensamientos, la constante presencia de Dios en sus meditaciones, el sentido cristiano de la vida, y aquel modo dramático de pensar que lo penetra todo y obliga a seguir pensando. Es profunda su influencia en ciertas actitudes existencialistas, comenzando por la de Kierkegaard (v.).
      Matemática y Física. En medio de sus preocupaciones humanísticas fundamentales, de sus estudios de filosofía y teología, P. continuó sus trabajos en matemáticas y física. De 1642 a 1653, habiendo comenzado ya sus contactos con Port-Royal, realiza y publica diversos estudios de Física, entre los que sobresalen sus experiencias sobre el vacío, y su descubrimiento de la presión (v.) atmosférica en paralelo con Torricelli (Abrégé du traité du vide, 1-651; De la pesanteur el de la masse de I'air, 1653; y otros). Después mantiene una correspondencia con Fermat (v.), importante porque constituye el comienzo de los estudios del cálculo (v.) de probabilidades, al que contribuyó también con sus trabajos sobre la ruleta (1658). En 1654 escribe un Traité du triangle arithmétique; y poco después en un estudio sobre las propiedades de las cicloides se hallaba ya el germen del cálculo infinitesimal (v. CALCULO III), que descubrirían y desarrollarían Newton (v.) y Leibniz (v.). V. t.:    MODERNA,    EDAD    III, 5.
J. CORTS GRAU.
    BIBL.: PASCAL, oeuvres Complétes, ed. Du SEUIL, París 1963; Oeuvres Complétes, ed. DESCLÉE DE BROUWER, a partir de 1964; L'oeuvre de Pascal, ed. La Pléiade, por J. CHEVALIER, París 1936; A. BEGUIN, Pascal par fui-méme, París 1952; R. GUARDINI, Pascal, o el drama de la conciencia cristiana, trad. 1955; J. CHEVALIER, Pascal, París 1922; J. LAPORTE, Le coeur et la raison selon Pascal, París 1950; M. F. SCIACCA, Pascal, Barcelona 1955; M. BLONDEL, Le jansenisme et 1'antijansenisme de Pascal, aRev. de Métaphysique et de Morale», 1923; H. GOUHIER, Blaise Pascal Commentaires, 1966; L. JERPHAGNON, Pascal et la souffrance, París 1956; J. MESNARD, Pascal. L'homme et l'oeuvre, 2 ed. París 1962; J. PERDOMo GARCÍA, Antropología filosófica pascaliana, 1949; J. STEINMANN, Pascal, Brujas 1962; M. DE UNAMUNO, La Foi pascalienne, aRev. de Métaphysique et de Morale», 1923; E. BENZÉCRI, L'esprit humain selon Pascal, París 1939; S. Y.ASSA, Die existentiale Grundlage der Philosophíe Pascals, 1934; P. HUMBERT, L'oeuvre scientifique de B. Pascal, París 1947; A. VALENSIN, Lecciones sobre Pascal, Madrid 1963; VARIOS, Pascal e Nietzsche, «Archivio di Filosofia», Padua 1962; VARIOS, Entretiens et colloques sur Pascal, 1957.

José Corts Grau (Fortaleny, Valencia, 25 de octubre de 1905 - Valencia 11 de enero de 1995), humanista y escritor español.

Biografía

Estudió Derecho en Valencia entre 1924 y 1929. Fue becario del Colegio Mayor San Juan de Ribera de Burjasot. Al finalizar la carrera obtuvo el Premio Extraordinario de Licenciatura.
Amplió estudios con las principales figuras del pensamiento de su tiempo, tanto en el ámbito de la Filosofía del Derecho, con los institucionalistas franceses Georges Renard y Joseph Delos, como en el ámbito de la filosofía general, al estudiar un curso con Martin Heidegger en la Universidad de Friburgo.
Colaboró en Acción Española, la revista y sociedad cultural fundada por Ramiro de Maeztu en 1931 por la que desfilaron las mejores plumas del rico y variado pensamiento conservador español de la época; hombres de la talla de José Calvo Sotelo, Víctor Pradera, José María Pemán, Rafael Sánchez Mazas o Ernesto Giménez Caballero entre muchos otros.
En 1931 obtuvo el Premio Extraordinario de Doctorado tras defender su tesis sobre el Pensamiento Político de Balmes. En 1935 logró la cátedra de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada. En 1941 se trasladó a la Universidad de Valencia, donde desempeñará su magisterio hasta la jubilación.
Desde 1952 a 1967 fue Rector de la Universidad de Valencia.

Obras

  • Filosofía del Derecho. Historia hasta el siglo XIII. Madrid, 1942.
  • J. Luis Vives (Antología). Madrid, 1943.
  • Filosofía del Derecho. Introducción Gnoseológica. Madrid, 1944.
  • Balmes, filósofo social, apologista y político. Madrid, 1945
  • Motivos de la España eterna. Madrid, 1946.
  • Los humanismos y el hombre. Valencia, 1967.
  • Actualización del pensamiento de Santa Teresa de Jesús en nuestra época. Valencia, 1997.

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