miércoles, 23 de febrero de 2011

Libro VI de la Eneida. Funerales por Miseno.


Entristecido el semblante y con los ojos bajos, sale de la cueva Eneas, revolviendo en su mente aquellos obscuros sucesos, acompañado del fiel Acates, que le sigue, agitado por las mismas ideas; departiendo ambos sobre varios asuntos y discurriendo sobre quién podría ser el compañero cuya muerte les había anunciado la Sibila, y a cuyo cuerpo había mandado dar sepultura.
Llegado que hubieron a la seca playa, vieron arrebatado por indigna muerte a Miseno, hijo de Eolo, a quien nadie aventajaba en el arte de inflamar a los guerreros con los marciales acentos del clarín.
Miseno había sido el compañero del grande Héctor, a su lado recorría los campos de batalla, manejando con igual destreza la trompeta y la lanza,
y cuando Aquiles, vencedor, despojó de la vida a Héctor, el noble héroe tomó por compañero a Eneas, no inferior al primero; pero como estuviese en una ocasión atronando la mar con los ecos de su bocina, y osase ¡insensato! desafiar a los dioses, Tritón, envidioso (si tal puede creerse), le cogió de improviso y le sumergió entre las peñas en las espumosas ondas.
Todos los Troyanos, reunidos alrededor del cadáver, prorrumpían en grandes clamores, y más que todos, el piadoso Eneas. Al punto, sin perder momento ni interrumpir sus llantos, se apresuran a cumplir el mandato de la Sibila y a formar con árboles el altar del sepulcro, que levantan hasta el firmamento.
 Encamínanse a una antigua selva, profundo asilo de las alimañas; caen los pinos, resuenan la encina y el fresno, heridos de las hachas, y el hendible roble se raja a impulso de las cuñas; de los montes caen rodando los grandes olmos. También Eneas toma parte activa en aquellas faenas, al mismo tiempo que exhorta a sus compañeros, y contemplando la inmensa pira, agitado de tristes pensamientos, exclama: 
"¡Oh! si ahora, en este espacioso monte, se me apareciese en su árbol aquel áureo ramo, ya que todo lo que me anunció la Sibila ha sido cierto, ¡Ay! demasiado cierto para ti, ¡Oh Miseno! No bien hubo acabado" de hablar, cuando bajaron por los aires dos palomas volando delante de sus mismos ojos y se posaron sobre la yerba; reconoció en ellas el héroe las aves de su madre, y de esta suerte las implora, lleno de júbilo:
"Servidme de guías, ¡Oh palomas! y si hay camino, dirigid vuestro vuelo a la densa enramada donde el vistoso ramo da sombra a la fecunda tierra. Y tú, ¡Oh madre diosa! no me faltes en este dudoso trance." Paróse, dicho esto, observando qué señales le dan y adónde dirigen el vuelo, mientras ellas, picoteando la yerba, se alejan por el espacio cuanto la vista más perspicaz puede alcanzar a seguirlas.
Luego que llegaron a las bocas del fétido Averno, alzaron rápidamente el vuelo, y deslizándose por el líquido éter, van a posarse sobre la copa de un árbol, en el deseado sitio donde el resplandor del oro se destaca por su distinto matiz entre las ramas.
Cual suele en la selva, durante los fríos invernales, brotar el muérdago con nueva verdura alrededor de los árboles a que crece apegado, pero que no le producen, y circundar los redondos troncos con su amarillo fruto, tal semejaba el áureo follaje en la copuda encina, tal crujían sus hojas, mecidas del blando viento.
 Eneas ase de él al punto, le arranca impaciente y lo lleva a la cueva de la Sibila.
Entretanto los Troyanos continuaban en la playa llorando a Miseno, y tributaban los últimos honores a sus insensibles despojos.
Empezaron por erigir con ramas de roble y maderas resinosas una gran pira, cuyos lados guarnecieron de negro follaje, hincando en tierra delante fúnebres cipreses, y decorando su cima con brillantes armas.
Unos ponen el agua a la lumbre en calderas de bronce, y lavan y perfuman el frío cadáver entre grandes lamentos; luego colocan sobre la hoguera aquellos miembros regados con su llanto, y los cubren de las pupúreas vestiduras que usaron en vida; otros se colocan debajo del gran féretro, y ¡triste ministerio! volviendo los ojos, le aplican las teas, según la costumbre patria. Todo arde al momento: los montones de incienso, las entrañas de las víctimas, las copas del aceite derramado sobre ellas.
 Luego que todo quedó reducido a pavesas y se apagó la llama, sacaron los huesos, y después de empapar y lavar con vino aquellas reliquias, candentes todavía, Corineo las encerró en una urna de bronce; enseguida, con un ramo de feliz olivo, roció tres veces a sus compañeros con agua purificadora, y pronunció las últimas oraciones. Entonces el piadoso Eneas mandó erigir al héroe un soberbio monumento, en el cual depositan sus armas, su remo y su clarín, al pie de un alto monte, que de él recibió, y conservará eternamente, el nombre de Miseno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario