miércoles, 2 de marzo de 2011

Divina comedia / Infierno / Canto 29

La peste de Egina

    Éaco gimió hondo y con triste voz así hablando:


«A un luctuoso principio una mejor fortuna ha seguido.


Ésta ojalá pudiera a vosotros remembraros sin aquél.  520

Por su orden ahora lo recordaré y para no con un largo rodeo deteneros:


huesos y cenizas yacen los que con memorativa mente echas de menos,


y cuánta parte, ellos, del estado mío, perecieron.


    Una siniestra peste por la ira injusta de Juno sobre estos pueblos


cayó, al odiar ella, dichas por su rival, estas tierras.  525

Mientras pareció mortal la desgracia y de tan gran calamidad


se escondía la causa dañina, combatióse con el arte médica;


la perdición superaba al remedio, que vencido yacía.


Al principio el cielo una espesa bruma sobre las tierras


puso y unos perezosos ardores encerró entre esas nubes,  530

y mientras cuatro veces juntando sus cuernos completó su círculo


la Luna, cuatro veces su pleno círculo, atenuándose, destejió,


con mortíferos ardores soplaron los calientes austros.


Consta que también hasta los manantiales el daño llegó, y los lagos,


y muchos miles de serpientes por los incultivados campos  535

vagaron y con sus venenos los ríos profanaron.


En el estrago de los perros primero, y de las aves y ovejas y bueyes


y entre las fieras, de la súbita enfermedad se captó la potencia.


De que caigan el infeliz labrador se maravilla, vigorosos,


entre la labor, los toros, y en mitad se tumben del surco.  540

De las lanadas greyes, balidos dando dolientes,


por sí mismas las lanas caen y sus cuerpos se consumen.


El acre caballo un día y de gran fama en el polvo,


desmerece de sus palmas, y de sus viejos honores olvidado


junto al pesebre gime a punto de morir de enfermedad inerte;  545

no el jabalí de su ira se acuerda, no de confiar en su carrera


la cierva, ni contra los fuertes ganados de correr los osos.


Todo el languor lo posee y en las espesuras y campos y caminos


cuerpos feos yacen y vician con sus olores las auras.


Maravillas diré: no los perros y las ávidas aves,  550

no los canos lobos a ellos los tocaron; caídos se licuecen


y con su aflato dañan y llevan sus contagios a lo ancho.


    «Llega a los pobres colonos con daño más grave


la peste y en las murallas señorea de la gran ciudad.


Las vísceras se queman a lo primero, y de la llama escondida  555

indicio el rubor es y el producido anhélito.


Áspera la lengua se hincha, y por esos tibios vientos árida


la boca se abre, y auras graves se reciben por la comisura.


No la cama, no ropas soportarse algunas pueden,


sino en la dura tierra ponen sus torsos, y no se vuelve  560

el cuerpo de la tierra helado, sino la tierra de ese cuerpo hierve,


y moderador no hay, y entre los mismos que la medican salvaje


irrumpe la calamidad, y en contra están de sus autores sus artes.


Cuanto más cercano alguien está y sirve más fielmente a un enfermo,


al partido de la muerte más pronto llega, y cuando de salvación  565

la esperanza se ha ido y el fin ven en el funeral de la enfermedad,


ceden a sus ánimos y ninguna por qué sea útil su preocupación es,


pues útil nada es. Por todos lados, dejado el pudor,


a los manantiales y ríos y pozos espaciosos se aferran


y no la sed es extinguida antes que su vida al beber;  570

de ahí, pesados, muchos no pueden levantarse y dentro de las mismas


aguas mueren; alguno aun así toma también de ellas.


Y, tan grande es para los desgraciados el hastío del odiado lecho,


de él saltan, o si les prohíben sostenerse sus fuerzas,


sus cuerpos ruedan a tierra y huye de los penates  575

cada uno suyos, y a cada uno su casa funesta le parece,


y puesto que la causa está oculta, su lugar pequeño está bajo acusación.


Medio muertos errar por las calles, mientras estar de pie podían,


los vieras, llorando a otros y en tierra yacentes


y sus agotadas luces volviendo en su supremo movimiento,  580

y sus miembros a las estrellas tienden del suspendido cielo,


por aquí y allá, donde la muerte los sorprendiera, expirando.


    Cuánto yo entonces ánimo tuve, o cuánto debí de tener,


que la vida odiara y deseara parte ser de los míos.


Adonde quiera que la mirada de mis ojos se volvía, por allí  585

gente había tendida, como cuando las pútridas frutas


caen al moverse sus ramas y al agitarse su encina las bellotas.


Unos templos ves enfrente, sublimes con sus peldaños largos


-Júpiter los tiene-: ¿quién no a los altares esos


defraudados inciensos dio? ¿Cuántas veces por un cónyuge su cónyuge,  590

por su nacido el genitor, mientras palabras suplicantes dice,


en esas no exorables aras su vida terminó,


y en su mano del incienso parte, no consumida, encontrada fue?


¿Llevados cuántas veces a los templos, mientras los votos el sacerdote


concibe y derrama puro entre sus cuernos vino,  595

de una no esperada herida cayeron los toros?


Yo mismo, sus sacrificios a Júpiter por mí, mi patria y mis tres


nacidos cuando hacía, mugidos siniestros la víctima


dejó escapar, y, súbitamente derrumbándose sin golpes algunos,


de su exigua sangre tiñó, puestos bajo ella, los cuchillos.  600

Sus entrañas también enfermas las señas de la verdad y las advertencias de los dioses


habían perdido: tristes penetran hasta las vísceras las enfermedades.


Delante de los sagrados postes vi arrojados cadáveres,


delante de las mismas -para que la muerte trajera más inquina- aras.


Parte su aliento con el lazo cierran y de la muerte el temor  605

con la muerte ahuyentan y voluntariamente llaman a unos hados que se acercan.


Los cuerpos enviados a la muerte en ningún funeral, como de costumbre,


se llevan, pues tampoco abarcaban los funerales las puertas;


o no sepultados pesan sobre las tierras o son dados a las altas


piras, no dotados. Y ya reverencia ninguna hay  610

y acerca de las piras pelean y en ajenos fuegos arden.


Quienes les lloren no hay, y no lloradas vagan


de los nacidos y hombres las ánimas, y de jóvenes y viejos,


y ni lugar para los túmulos, ni bastante árbol hay para los fuegos.


    Atónito por tan gran torbellino de desgraciadas cosas:  615

«Júpiter, oh», dije, «si que tú, relatos no falsos


cuentan, a los abrazos de Egina, la Esópide, fuiste,


ni tú, gran padre, nuestro padre te avergüenzas de ser,


o a mí devuelve a los míos, o a mí también guárdame en el sepulcro».


Él una señal con el relámpago dio, y el trueno siguiente.  620

«Los acojo y sean éstos, te ruego, felices signos


de la mente tuya», dije; «el presagio que me das tomo por prenda».


Por acaso había allí junto, de anchurosas ramas ralísima,


consagrada a Júpiter, una encina de simiente de Dodona.


Aquí nos unas recolectoras observamos, en fila larga,  625

una gran carga en su exigua boca, unas hormigas, llevando,


que por la rugosa corteza preservaban su calle.


Mientras su número admiro: «Otros tantos, padre óptimo», dije,


«tú a mí dame, y estas vacías murallas suple».


Se estremeció y, sus ramas moviéndose sin brisa, un sonido  630

la alta encina dio: de pavoroso temor el cuerpo mío


se estremeció y erizado tenía el pelo; aun así, besos a la tierra


y a los robles di, y que yo tenía esperanzas no confesaba;


tenía esperanzas, aun así, y con mi ánimo mis votos alentaba.


La noche llega y, hostigados por las inquietudes, de los cuerpos el sueño  635

se apodera: ante mis ojos la misma encina a mí que estaba,


y que prometía lo mismo, y los mismos animales en las ramas


suyas llevaba, me pareció, y que parejamente temblaba con aquel movimiento,


y que la recolectora fila esparcía en sus subyacentes campos;


que crece de súbito, y mayor y mayor parece,  640

y se levanta en la tierra y en un recto tronco se asienta


y su delgadez y su número de pies y negro color


depone y que la humana forma a su miembros introduce.


    El sueño se va. Condeno despierto mis propias visiones y me lamento


de que en los altísimos de ayuda no haya nada; mas en las estancias un ingente  645

murmullo había y voces de hombres oír me parecía,


ya para mí desacostumbradas. Mientras sospecho que ellas también del sueño


son, viene Telamón presto y, abriéndose las puertas:


«Que la esperanza y la fe, padre», dijo, «cosas mayores verás.


Sal». Salgo y, cuales en la imagen del sueño  650

me pareció haber visto unos hombres, por su orden tales


los contemplo y reconozco: se acercan y a su rey saludan.


Mis votos a Júpiter cumplo y a estos pueblos recientes la ciudad


reparto y, vacíos de sus primitivos cultivadores, los campos,


y mirmidones los llamo, y de su origen sus nombres no privo.  655

Sus cuerpos has visto; sus costumbres, las que antes tenían,


ahora también tienen: parca su raza es y sufridora de fatigas


y de su ganancia tenaz y que lo ganado conserve.


Éstos a ti a tus guerras, parejos en años y ánimos, te seguirán,


tan pronto como el que a ti felizmente te ha traído, el euro»  660

-pues el euro le había traído- «háyase mutado en austros».

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